Y entre sonido y sonido, entre acorde y acorde, entre compás y compás, se desvanecía su interpretación, se desviaba la realidad hacia un mundo creado a partir de las sensaciones de nuestros oídos, se esfumaban los minutos como si fueran segundos, brevísimos, instantes incompletos que no dejaban ver más que una luz que iluminaba a un tipo vestido de negro, con corbata, aporreando delicadamente un piano, pisando con una suavidad inmediata los pedales, controlando cada hertzio, imponiendo orden en todas y cada una de las notas de la pieza. Nadie hablaba, nadie se atrevía a toser, nadie hacía nada más que escuchar y escuchar, disfrutar y disfrutar como yo disfrutaba de aquel momento, queriendo que nunca terminase. Cómo se cubría la atmósfera con esos bellos sonidos, cómo se movía el aire alrededor de nosotros cuando la suavidad del arpa hacía estremecerse hasta al más insensible de los habitantes de la sala. Cómo disfrutamos…
Y entre paso y paso, entre calle y calle, entre camino y camino, iba acordándome del día vivido, iba evocando la soledad del silencio, iba viendo cómo éste huía del escenario cuando él, tranquilo, con esmero, hacía brotar las vibraciones con las teclas…
“El jarrón da forma al vacío y la música al silencio”.
Georges Braque (1882–1963; pintor y escultor francés)