Lo que me dispongo a contar a continuación fue un hecho que me ocurrió exactamente hace una semana, es decir, el jueves de la semana pasada.
Hacía mucho calor en Murcia, un calor pegajoso que ni siquiera el aire acondicionado del Laboratorio podía paliar. Por suerte, en verano mi empresa hace jornada continua por lo que dispongo de todas las tardes libres. Aquella tarde en concreto había quedado con mi camarada José María en Cartagena, pues iba a llevarme a una tienda de libros de segunda mano.
Cuando salí de trabajar decidí deleitarme por los platos de un bar para vegetarianos y yo, un amante insaciable de la carne me incliné por un plato de macarrones que tenían muy buena pinta (era lo único que no llevaba algo verde)
Después de engullir aquel entramado de pasta y queso fundido y remojarme el gaznate con una fresca “Estrella Levante” el elixir de los Múrcianos, me puse rumbo a la ciudad portuaria con el aire acondicionado y los “Burning” sonando en el casete.
Cuando llegué a Cartagena, dejé el coche aparcado junto a unos Jonkis que soportaban el tedio de la tarde junto a una litrona y un poco de hachís.
Subí al piso de mi amigo y este me recibió con un refrescante helado de chocolate y vainilla. Aquel pisó siempre me transmitía un toque Bohemio e intelectual. De sus viejas paredes colgaban las divas del destape y botellas de cerveza vacías sobre una vieja radio dotaban al habitáculo de un ambiente estudiantil en el que siempre fui bien recibido.
Después de un rato de conversación, mi amigo José María y yo, acompañados por otro José María que también es amigo mio y vive en aquel piso, emprendimos la marcha adentrándonos en el corazón de la ciudad. No resultó difícil llegar a la tienda, teniendo en cuenta que mis camaradas ya habían estado. Cada uno de ellos desempeñó el papel de guía, dirigiendo a la pequeña comitiva cada vez que el otro se olvidaba el camino. El caso es que llegamos y lo primero que me llamó la atención fue el letrero de la tienda. “Antigüedades” así de simple rezaba el cartel y comencé a sospechar que estaba a un paso de descubrir algo muy grande. Y así fue mi sorpresa al entrar y ver a mí alrededor montañas y montañas de libros. Lo primero que me embriagó, fue un fuerte olor a libro, pero no el típico olor a libro que tienen las librerías corrientes, aquel era un olor a libro viejo. Todavía al respirar siento ese olor.
Todos los ejemplares estaban distribuidos por autor en grandes columnas, que una vez ocupadas las estanterías, el dueño las iba colocando en el suelo, sobre alguna mesa o en cualquier lugar que era posible.
No sabía donde mirar, me sentía un Lucas Corso en busca del ejemplar de “Las nueve puertas” o un Daniel Sampere con “La sombra del Viento” bajo el brazo.
Me fijé en un gran montón con las novelas de Ernest Hemingway y tras pasar varios libros escogí un ejemplar de “Paris era una Fiesta”. Mi vista giró hacia otro montón de Gabriel García Márquez y mientras mi amigo José María me iba sosteniendo novelas, yo seguía repasando la larga lista de libros. Finalmente me decanté por un ejemplar de tapa dura de “Hojarasca” y “El General no tiene quien le escriba”.
Después de ese momento, los tres empezamos a deambular por la tienda cegados por la gran cantidad de libros que había. Me llamó mucho la atención un tomo de la “Constitución de La Segunda República” cuyas páginas, desgastadas por el tiempo, parecían que iban a romperse ante cualquier movimiento brusco.
El dueño de la tienda también era un tipo muy peculiar. Un intelectual en el campo capaz de dar conversación a un sordo y hacer hablar a un mudo. Un buen tipo.
En mi busca de libros me encontré con un malgastado ejemplar de la “Antología Poética de Juan Ramón Jiménez” que no dude en cargar y “Los Campos de Castilla” de Don Antonio Machado, que hallé en el fondo de una caja de cartón donde se ahogaban poetas de la talla de Pablo Neruda y Luis Cernuda.
En fin, pasamos una larga hora naufragando en un gran montón de libros que la gente iba empeñando, libros olvidados en las bibliotecas de las casas y que sus dueños, hartos de verlos ocupar un espacio de sus abarrotadas vidas, decidieron vender. (Cosa que nunca entenderé y que yo jamás haría).
Aquella tarde descubrí una especie de universo paralelo, donde los viejos libros parecían dominar el cosmos y gritaban a garganta abierta que alguien los salvase.
Yo salvé unos diez:
– Paris era una fiesta. (Ernest Hemingway)
– Hojarasca (Gabriel García Márquez)
– El coronel no tiene quien le escriba (Gabriel García Márquez)
– Antología Poética (Juan Ramón Jiménez)
– Campos de Castilla (Antonio Machado)
– Los Jugadores (Fedor Dostoievski)
– La Barraca (Vicente Blasco-Ibáñez)
– Viaje a la Alcarria (Camilo José Cela)
– La partida (Miguel Delibes)
– El sombrero de tres picos (Pedro Antonio de Alarcón)
Todo ello a un bajo precio. Los libros son viejos pero su calidad es muy buena. Cada vez que abro una de sus páginas vuelve a embriagarme aquel olor a libro viejo.
Sol de infancia.
Me parece increíble que la gente abandone tan grandes libros, suerte que haya gente que se digne a recogerlos. Buenos títulos, compañero.
Un abrazo.
Jorge.
Hola. Me gustó tu relato y me encantaría conocer la librería. Pero estoy un poco lejos, en Madrid…
Si alguna vez visitas Montevideo, Uruguay, pásate por una librería viejísima que hay en la calle Tristán Narvaja. Se llama «Ruben». ¡¡Y te aconsejo llevar la cámara de fotos!!
¡Suerte!
Que bien que esta esa libreria! Llena de obras de arte a precio de ganga. Muy bien descrita por ti, camarada.
Que bien hecho tu relato 🙂 Pude transportarme a esa maravillosa libreria. Me hizo recordar un escrito que leí hace algún tiempo donde hablaba de una especie de «síndrome» que padecemos quienes nos gusta leer. Y es que al entrar a una libreria experimentamos una especie de avaricia al querernos llevar tooooodos los libros.
Muchas gracias Doris.
La verdad es que yo también sufro esa enfermedad cada vez que piso una libreria. Hay tanto por leer y tan poco tiempo para hacerlo… nesesitaríamos varias vidas para poder leer todo lo que nos gustaría. ¡Quién fuera gato en estos días!
Un abrazo.