Apenas me di cuenta de que había perdido un cheque importante, y por ende, eso dificultaría el trámite que tenía que hacer esa mañana, mis nervios comenzaron una marcha inescrupulosa hasta que sus bombos y platillos hicieron temblar toda la parte superior de mi cuerpo.
El sudor helado comenzaba a escaparse por mis sienes y a rodar por mis mejillas hasta que por fin el viento o el cuello de mi camisa verde agua terminaba por secarlo o absorberlo.
Estaba seguro de que si no encontraba ese cheque, no quedaba otro desenlace que la perdida de mi empleo. Era eso lo peor que me podía pasar, la situación en el país se presentaba extremadamente compleja para conseguir un puesto en algún otro lado.
A decir verdad siempre había renegado de ese puesto de cadete, donde me mandaban de un lugar a otro sin dejarme descansar siquiera cinco minutos, donde tuve que soportar tediosas filas para pagar impuestos.
Viví a contra reloj varios años, pues claro, mi jefe siempre me hacia correr, me tensionaba con sus apuros incesantes.
Recuerdo que cuando ingresé en aquella pequeña empresa de préstamos de dinero, quien me entrevistó, me había cooptado con una supuesta posibilidad de crecimiento que nunca llegó en los cuatro años y medio que llevaba trabajando allí. Cada vez que entraba a la oficina deseaba estar sentado en el escritorio que ocupaba el incompetente de Gómez. Él jamás llegaba a horario y una o dos veces por semana se inventaba algún problema personal para no ir al trabajo, pero claro, como los fines de semana invitaba a Cardozo, nuestro encargado, a pasar el día a la casa quinta de sus padres, tenía vía libre durante la semana para faltar cuando así lo deseara.
En fin, lo cierto es que yo había revisado todos los compartimentos del maletín negro que me habían dado el primer día que ingresé y no encontré aquel cheque. Busqué también en los bolsillos de mi pantalón. Nada. De mi saco marrón y nada.
El bolsillo de la camisa era el único que me quedaba por revisar, introduje los dedos índice y mayor de mi mano derecha, cruzando todo mi pecho… Nada! Nada de nuevo!
Me revolví la cabeza hasta desacomodarme hasta el último de mis cabellos. No sabia que hacer. Comencé a tener una sensación horrible, el certero presentimiento de que hasta ahí llegaba toda mi labor en esa pequeña empresa.
Suspiré, contuve el aire, cerré los ojos y exhalé. Abrí los ojos nuevamente.
Después llamé por teléfono a la oficina para preguntar si por casualidad me había olvidado allí aquel papel, que a esa altura ya era un tesoro, y ante la desalentadora respuesta que salió de la dulce y acaramelada voz de Clarisa, la telefonista, que entonaba su “Aca no hay nada” como si estuviese por cerrar un negocio conmigo, mi desesperación se acrecentaba.
¿Hacia falta esa fingido y amable tono de voz de teleoperadora para darme la noticia que yo nunca quise escuchar?– Pregunté con la peor de mis voces
Me insultó, de nuevo con esa voz de princesita trabajadora y me cortó.
En ese momento comencé a sentir que aquellos nervios en peregrinación ya se habían adueñado de todo mi cuerpo y sobre todo de mis rodillas, haciéndolas temblar y acercarse una a la otra como para besarse o decirse algún secreto.
También me sentí tiritando y la temperatura del ambiente no ameritaba el rechinar de mis dientes.
Pensé, pensé, pero no encontré la forma de recordar donde había dejado ese talón, si se me había caído en algún banco o cual había sido su destino, desgraciadamente no pude descifrar tan incómodo enigma.
Recordé que una vez, mi madre, cuando llegó al comedor, se había olvidado del tema que me había estado hablando desde la cocina, entonces volvió donde una torta estaba gestándose y lo recordó.
¿Por que no? pensé. Quizás si me vuelvo caminando para atrás todo el recorrido, tal vez tenía la suerte de recordar el paradero de ese problemático pliego.
Hice la primera cuadra en reversa y ante los insultos de los transeúntes y ante las resignadas miradas de quienes obtuvieron una explicación de porqué yo hacía lo que hacía, decidí frenar mi tranco y repensar la estrategia.
Reflexionando ante el pedido de la mayoría de las personas que atropellaba, advertí que si la primera cuadra presentaba tantos escollos, el cruce de avenidas y calles transitadas iba a ser imposible o insalubre en el peor de los casos.
Giré ciento ochenta grados y comencé a caminar como la norma consuetudinaria lo ordena.
A esa altura ya estaba atontado por los insultos de la gente, por el extravío que tanto me preocupada y por que además caminando así no cumpliría con el objetivo de recordar donde había quedado el cheque, entonces volví a suspirar, contuve el aire, me afloje la corbata y exhalé.
Completamente resignado ante la pérdida, decidí caminar hacia el parque más cercano, para alejarme de los autos, las bocinas, los gritos y sobre todo del paisaje repleto de imágenes que me revolvían las neuronas abrumándome y llevándome a un pico de desesperación.
Fatigado por la caminata decidí sentarme en el primer banco que encontré, sentí el calor de un cemento que había recibido los besos del sol durante horas y traspasaba la fina tela de mi pantalón, pero igualmente me aplomé sobre el asiento y dejé el maletín sobre el suelo.
Qué trabajadoras las hormigas, pensé mientras las veía, en el segmento de tierra que quedaba encerrado entre mis zapatos, juntar pedazos de hojas, palitos y todo elemento que les servirían para soportar el crudo invierno venidero. Tan laboriosas ellas, soportando sobre su cuerpo el peso de un cuerpo del doble o el triple de su propio tamaño, y yo que no soy capaz de conservar un papel de trece centímetros.
Aunque claro, si yo tuviese que transportar un ropero, por ejemplo, sería mucho más difícil de extraviar que un papel que puede desaparecer sin que yo lo advierta. De todas formas cualquier consuelo era en balde. Sabía que el cheque no estaba más en mi poder y lo que eso significaba.
De pronto una pelota blanca, de fútbol, cambió radicalmente el paisaje circunscrito al segmento que demarcaban mis dos zapatos. Levanté la mirada como para reprender a quienes habían interrumpido mi meditación, pero en ese instante en que yo elevé la mirada, un niño vestido de blanco estaba sentado a mi derecha, sobre el mismo banco y me propuso no enojarme, mientras quitaba la pelota de entre mis piernas y la arrojaba de nuevo a ese puñado de niños que jugaban cerca mío, o mejor dicho, cerca nuestro.
–Gacias señor, me dijo el que atajaba mirándome a los ojos. No entendí el agradecimiento, yo no había sido quien se las devolvió y mi expresión facial no inspiraba palabras de agradecimiento, sino, mas bien, pensé que iban a sentirse intimidados por mis ceños fruncidos, mi boca cerrada y mi malhumor que se dibujaba en mi rostro.
Le pregunté al niño de pantalón blanco ajustado y remera blanca si no jugaba y me dijo que no, cuando indagué por que, no dijo nada y sonrió cómplicemente fijando su mirada en mis ojos resignados.
–Dale, contame, ¿por que no jugás? ¿No te gusta?
– Si, si me gusta, me encanta jugar a la pelota.
– ¿Entonces?
Sonrió mientras esta vez me miraba las manos temblorosas.
–¿Entonces? Repetí insistentemente y con algún rezago de mal humor en mi voz
– Fácil, no puedo jugar por que no me ven, no me pasarían nunca la pelota. ¿Qué le pasa? Se lo nota nervioso
– ¿Como que no te ven?
– yo pregunte primero que le pasa
Sin darme cuenta, el blanco borreguito estaba parado en frente mío cruzando el brazo derecho sobre su vientre y rascándose el mentón con su mano izquierda.
– Debo estar volviéndome loco, se que no existís y sos parte de mi imaginación, claro, después de haber tenido un día tan desequilibrado como hoy, no es ilógico que mis nervios me estén jugando una mala pasada y no seas otra cosa mas que producto de un delirio.
– Está bien, piensa lo que quieras, pero no sigas tan nervioso, a cualquiera se le puede perder un papel.
– ¿Que? ¿Como sabes que se me perdió un papel? ¿Lo viste? ¿Quien sos? ¿De donde saliste? ¿Como es tu nombre?
– Demasiadas preguntas señor, ¿para que quisieras saber mi nombre? Soy un niño, el niño protector de niños, yo siempre estoy sentado en este parque procurando que los niños jueguen tranquilos y nada les pase. Imagínese si la pelota se va a la calle, un niño quiere cruzar desesperadamente y nadie le avisa que frene, sería una tragedia. Imagínese si yo no les avisaba a los chicos que no se acerquen a usted a buscar la pelota y no le pedía a usted que se tranquilice, la situación tensa que se hubiese producido. Con respecto a lo del papel, lo puedo leer en su mente, a usted le preocupa la perdida de un cheque.
– No, es imposible, yo te creé, no sos más que yo hablando conmigo… ¿A ver? Para comprobar lo que decís, ¿A dónde esta el cheque?
– Oiga, soy un niño, si, es cierto, con algunas cualidades, pero no un adivino. ¿Por que tengo que saber donde se encuentran las cosas perdidas? Le dije que soy protector de los niños, no el protector de las cosas perdidas. Además, de saber yo donde están no sería algo perdido. Aunque si no le molesta intentaré ayudarlo.
– ¿Ayudarme? Definitivamente no sos más que un producto de mi estrés.
Me sentí cada vez mas al borde de la locura, no podía ser que de un momento al otro, en una mañana, mi salud psicológica haya mutado de tal forma, había perdido un cheque, lo cual significaba, en el mejor de los casos, trabajar para reponer la plata, si no, lo más probable era perder el puesto y tener que sufrir un largo tiempo en el duro intento de conseguir otro trabajo, además mi humor era pésimo y mi cabeza comenzaba a inventar personajes que se sentaban al lado mío.
Me ajuste la corbata, acomodé como pude mi camisa dentro del pantalón, me abroche el saco, recogí el maletín, camine hasta la avenida mas cercana y paré el primer taxi que encontré. Santiago del estero mil dos ochenta y seis por favor.
Camino a la oficina no despegue mi parietal izquierdo de la ventanilla del transporte, las marquesinas de los negocios, carteles, gentes, autos y demás componentes del paisaje urbano comenzaron a ejecutar una estruendosa melodía en mi cabeza haciendo que esta comience a latir cada vez más fuerte.
No sabía que iba a decir cuando llegue y vea a Cardozo en su escritorio, tampoco podía llorar de los nervios, eso quizás hubiese atenuado la represalia del encargado, pero mis nervios eran tales que no podía hacer otra cosa que no pensar en nada, todo estaba muy complicado en ese momento, mi cerebro ni siquiera funcionaba para inventar una excusa salvadora.
Cinco Cincuenta. Baje del taxi, suspiré, contuve el aire, me acomodé la ropa, exhalé e ingresé a la oficina.
El niño, el niño de blanco estaba ahí, sentado sobre el escritorio del incompetente de Gómez y señalando el segundo cajón.
En ese momento perdí la cordura, mis manos comenzaron a hincharse y mis brazos parecían querer despegarse del resto de mi cuerpo. Cuenta Clarisa, que me abalancé sobre el escritorio de Gómez con la respiración acelerada y sin mediar una palabra comencé a golpearlo subido sobre su cuerpo horizontal e indefenso, hasta que suspiré, contuve el aire y exhalé mientras caía fatigado sobre el parquet de la oficina.
Solo recuerdo de aquel momento cuando vino el escribano para interpelarme que firmara el despido, un policía que me esposaba y a Clarisa llorando desesperadamente con unos alaridos espantosos.