En algún sentido, cada acto de la vida es una trasgresión.
La sensibilidad, para nada ingenua, de un niño toma el fondo cósmico de la culpa y el peligro. Es que el niño vive en constante peligro de hacer algo mal.
Cuando yo era niño, frecuente mente era castigado (lo recuerdo débilmente) por llegar tarde a mi casa. Por lo menos mi madre, con el rostro enfurecido, tomaba una varilla por la punta y me golpeaba en la espalda debajo de un árbol que daba peras cuando yo llegaba tarde de jugar (digamos media hora más tarde) en casa de un amigo a pocas calles de distancia. A veces llegué hasta tener miedo por mi seguridad.
Ahora supongo que detrás de esa dolorosa disciplina el temor de mi madre se mezclaba con el miedo a que, por jugar hasta tarde con otro niño, yo estuviera al borde de cruzar al camino de la homosexualidad. A mi madre tampoco le gustaba verme pelear con otros chicos, incluso en nuestra casa.
No cabe duda de que ella tenía razón, tomando el término «homosexual» en su concepto más amplio, sobre las peleas de los jóvenes mas para mi prepubescencia sus angustias lucían exageradas.
Mi madre tampoco veía con buenos ojos que mi padre (hombre de 1,86, maestro, con tendencias normales hasta donde yo sé) colocara la mano en su cintura.
Cualquiera fuera su raíz psicológica (sus ojos llenos de lágrimas, según yo lo veía), la sobreprotección hacía su trabajo en mi súperego: entonces, yo tenía un insaciable deseo de llegar tarde a las distintas citas o regresar a casa más tarde de lo estipulado, y cualquier modesta aventura heterosexual en mi edad adulta recibió un pequeño incremento extra, desde la profundidad de mi subconsciente, de la bendición de mi madre.
Éramos una familia de luteranos, y, según la concepción norteamericana, los luteranos eran casi intrascendentes en lo que se refiere a trasgresión. Para los luteranos, con el sentido combativo, constipado de la condición humana que poseen, no había demasiado más que hacer que rezar con fe e ir por más cerveza. En este costado del substrato cósmico y por las preferencias sexuales de mi madre, yo no pensaba realmente en que podía equivocarme mucho.
Los sadismos normales de lo niños (aplastar insectos, hacer distintos tipos de travesuras, ir a pescar) sinceramente me repugnaban, y siempre estaba más inclinado a creer lo mejor de mi contexto político-cultural, tal vez par no transgredir y no sentir culpa.
Casi siempre las transgresiones de los niños son, como yo lo veo, simples malentendidos de como funciona el mundo. Una vez, viendo una película con mis padres, me quité el chicle de la boca y lo pegué en el medio de la butaca donde mi padre se sentó un segundo después, arruinando para siempre (esa fue mi impresión) los pantalones de su reluciente traje. El sentido de un penoso contratiempo financiero, al borde de la ruina, se impregnó en mi cabeza días más tarde, y yo no tenía respuesta al ¿por qué lo hice?… Pero ¿por qué un niño debe tener la respuesta? ó ¿es correcto que directamente se formule la pregunta de que es lo que le llevó cometer ese acto? Todo se trata de culpas y transgresiones queridos lectores.
(Continuará).