HIJO DE LA TIERRA

Hacía tan solo un momento que había amanecido. Como cualquier otra mañana todo estaba en silencio y los primeros rayos de sol consumían los cristales de la escarcha. En esos instantes el paisaje cambiaba, pasando de las blancas hebras de la noche al intenso verde de los helechos. El viento mecía con suavidad a los pinos en una danza de formas imposibles depositando su materia sobre las diáfanas aguas del arrollo.
Anselmo había presenciado un sin fin de veces aquel espectáculo irreal y siempre se había conmovido ante la majestuosidad de sus campos. Pero ese amanecer era distinto, pues sabía con certeza exacta que iba a morir.
El sonido de su tractor, un viejo Maxi Ferguson, dotaba al paisaje del único símbolo de civilización en muchos kilómetros. Anselmo nunca había salido de sus tierras, tan solo fugaces escapadas al pueblo donde compraba cosas imprescindibles que la tierra no era capaz de darle. Cada vez que se alejaba de allí se sentía incomodo y extraño. Nunca supo a que se debía ese cúmulo de sensaciones, aunque a veces, cuando uno alcanza ese punto de lucidez que nos permite ver las cosas claras, descubría que era esclavo de las montañas. La verdad es que nunca le importó pues ese era su sitio. Por esa razón, pensar que moriría en pocos minutos no causaba ningún descontento en él, pues lo haría en el mejor sitio del mundo.
Su cuerpo ya no era el mismo como consecuencia del paso del tiempo, tiempo voraz que se ensañaba con sus carnes. Lo único que conservaba era la agilidad, que castigada años y años por la subida de ribazos, seguía estado intacta.
Un halcón surco los cielos con su elegante silencio y entonces Anselmo creyó ver entre los pinos los verdes ojos de Mariela…
  
 
…A Mariela la conoció hace mucho tiempo, cuando al cumplir los quince años su padre le mandó al pueblo a comprar grano. Al entrar en el granero no pudo disimular la impresión que le causo la figura de una niña. Tenía los ojos tristes, el rostro atezado y un fuerte olor a humo e insomnio. Está, al verlo, emitió un fugaz destello que Anselmo interpretó como una sonrisa. Aquella vez no se atrevió a decirle nada y tampoco los quince días siguientes que volvió a comprar cosas innecesarias. Hasta que una mañana la invitó a dar un paseo y pudo comprobar como la tristeza de sus ojos adquiría matices verdes y de sus cabellos brotaba el azahar y el jazmín. Lo que comenzó siendo un paseo se convirtió en un trayecto que duraría más de cuarenta años.
Mariela fue la única mujer que amó y a la que enseñó los secretos de sus campos. Jamás tuvieron hijos, pero nunca se cansaron de intentarlo. Hasta que un año, cuando la primavera empezaba y el paisaje se convertía en una utopía de versos violetas, ella murió de neumonía. Cuando Anselmo encontró su cuerpo sin vida, cogío los aperos del campo y la enterró bajo una gran Acacia junto al arrollo. Estuvo sentado junto a su tumba durante más de dos meses sin moverse, soportando tempestades, solaneras y mil penas. Hasta que alguna que otra noche de cielo despejado, la luna le sorprendía tarareando las coplas que siempre le cantaba Mariela y se preguntaba en qué momento exacto había olvidado sus nombres.

Tras la muerte de Mariela, Anselmo se volvió cada vez más huraño, hasta el punto que decidió no volver nunca más al pueblo. Cuando caía enfermo se preparaba sus propios ungüentos con distintas hierbas de los montes. Todo lo que tenía que saber sobre los efectos curativos de las hierbas lo había aprendido de su abuela, la vieja Eugenia, que siempre demostró un gran talento en cuanto a bálsamos y mezcolanzas extrañas.
También construyó un gran cercado bordeando las lindes de sus tierras. Tardó solamente un día y una noche en colocar todos los tablones que protegerían las mil hectáreas de las que él era dueño. Plantó trigo del que luego haría harina y de esta conseguiría pan con su viejo horno de leña. Compró diez gallinas, un gallo, una vaca y tres cerdos, de los que nunca probó su carne, los dejó pastar libremente hasta que la vejez acabara con ellos.
Por las tardes, cuando el sol impactaba sobre el suelo en forma de mil cuchillas, Anselmo se sentaba a la sombra de la Acacia junto a la tumba de Mariela. Entonces escuchaba atentamente el meloso sonido del arrollo chocando contra las rocas, las zambullidas de los peces y la caída de las hojas sobre el suelo. Y allí empezaba a llorar. Lloraba durante horas hasta que se hacía de noche y el hambre le hacía volver a casa.

Una de esas tardes en las que el silencio no era más que un bullicio agradable, Anselmo vio como el río se teñía de sangre. Caminó siguiendo el rastro de aquella mancha extraña hasta que encontró una cría de zorro herida en el costado. La apuntó con la escopeta para rematarla, “total, un zorro menos en el mundo no es gran pérdida”, pensó. Pero una pequeña punzada de remordimiento se apoderó de él y tomando al animal entre sus brazos lo llevó a casa donde curó sus heridas y entablillo su pata.
Al cabo de dos semanas, el animal ya podía caminar y comer por sí solo. Todavía se mostraba receloso con Anselmo y este respetaba su espacio, hasta que con tiempo y mucha paciencia, se hicieron inseparables. Cuando Anselmo cortaba el trigo, el animal se quedaba junto a él observándole desde la sombra. Le gustaba caminar a su lado. Por las noches, cuando el cielo se mostraba en todo su esplendor Anselmo le hablaba de la luna y las estrellas, de cómo se imaginaba que era el mundo. Le explicó que todo lo que hay en la tierra está misteriosamente conectado. El agua depende del sol para completar su ciclo, la tierra del agua, los árboles de la tierra y el hombre de los árboles. Por lo tanto el hombre depende del sol, del agua, de la tierra y de los árboles, y ellos dependen del hombre. Todos somos hijos de la tierra, decía con la mirada fija en ninguna parte. El animal se mostraba atento, e incluso una vez, Anselmo creyó que asentía.
Una tarde que se encontraban bajo la Acacia, Anselmo descubrió que ya no lloraba, comprendió que lo que necesitaba era querer a alguien. Todos debemos querer a alguien, pensó, es lo que nos hace humanos, es lo que nos convierte en buenas personas, yo no sé si soy buena persona, pero quiero a este animal. Se que él a mi no me quiere, solo se siente seguro a mi lado, pero eso también es importante. No es un ser humano y quizás le quiera de una forma irreal, solo es cariño, pero el caso es que me siento mucho mejor con su compañía. Debería ponerle un nombre, pues todos debemos tener uno, no es que sea importante, y aunque muchos nombres se repitan, cada uno es especial si lo dice la persona que tu esperas que lo diga, y también sabrá que me refiero a él cuando lo nombre. Ya lo sé, esta muy claro, le llamaré Zorro, pues es lo que es. Él puede llamarme “Hombre” pues es lo que soy.
Y entonces se descubrió sonriendo, ya no recordaba lo que se sentía al sonreír y él lo estaba haciendo, hasta que su sonrisa se convirtió en una gran carcajada que casi lo deja sin aliento.

Cuando el invierno terminó y las golondrinas sobrevolaban con presagios de primavera, Anselmo amaneció entre los primeros brotes de trigo. Mirando a su alrededor descubrió que estaba cansado de ver siempre los mismo, trigo, solamente trigo. Pensó que sería bonito tener algunos almendros. Una vez su padre le comentó que las primeras almendras que brotan son como pequeñas cápsulas de terciopelo con sabor agridulce. A él siempre le habían gustado
las almendras y por algún extraño motivo jamás había plantado ni uno solo. El zorro lo miraba atento, como si adivinara sus pensamientos y Anselmo creyó leer en sus labios la palabra “Almendro”. Esa misma mañana ensilló a la mula colocándole unas alforjas que él mismo había fabricado ayudado por el esparto. Arrastrando una carreta astillada inicio su camino hacia el pueblo. En cuatro años no se había relacionado con nadie y aquel trayecto se le antojaba una aventura en la que nunca tuvo ganas de embarcarse. Al sentir la cercanía del Zorro se tranquilizaba y dejaba que el aire le acariciara, aire limpio que inundaba el paisaje, y pensó, “Aire nunca te vendas, muchos se han vendido, la luz, el agua, y ahora son explotados sin mesura y obligados a vivir en estrechas canalizaciones o ratoneras de cristal. Mantente libre como hasta ahora, batiendo tu capa sobre el cielo, mejiendo las alas, persiguiendo al tiempo, y sigue mirando al mundo desde las alturas como rey del cielo que eres.”
Aquellas palabras le eran familiares, se las oyó decir una vez a Mariela, cuando en alguna de esas noches, en las que el silencio era tal, que solo se escuchaba el batir del fuego sobre la madera, ella le abrazaba y con la mirada anclada en el libro Mariela recitaba algunos versos de un tal Pablo Neruda. Nunca le interesaron, pues no llegaba a comprenderlos, lo que le agradaba era la dulce voz de Mariela que conseguía transformar en poesía algo que ya era poesía. Aunque aquel poema si lo comprendió, “Oda al aire” y se dio cuenta de la razón que tenia.
Un tropiezo de la mula le hizo volver a la realidad y observó que ya estaba en el pueblo. Recorrió sus calles como un fantasma castigado a vagar por un mundo que nunca fue suyo. Al comprar los tallos se marchó con la misma indiferencia con la que había llegado.
Los meses siguientes los dedicó a plantar y cuidar de ellos. Cultivó unos cien de las cuales solo sobrevivieron cincuenta. Cada mañana paseaba alrededor de ellos midiendo cada centímetro que estos levantaban del suelo.
Poco a poco fue descuidando el trigo que durante décadas había cultivado. Hasta que los pájaros, el sol y el olvido lo convirtieron en hectáreas de tiempo marchito.

La tercera primavera desde que Anselmo plantara los primeros tallos, los almendros habían alcanzado la madurez suficiente como para dar sus primeros frutos. Anselmo no lograba acostumbrarse a la espléndida belleza de sus almendros en flor. Sus campos se inundaron de una capa blanquecina con motivos rosáceos y todo parecía más bonito. Al amanecer, se sentaba en una colina observando como el sol despertaba al paisaje. En pocas semanas aparecerían las primeras almendras. Este hecho, le llenaba de esperanza los días. Pero una noche, el tiempo cambió y una helada arrasó con toda la cosecha. Fue una gran decepción para Anselmo, pero recordó lo que siempre decía su padre: “La paciencia y el tesón, son las mejores herramientas para ver surgir el milagro de la tierra”. A sí que con la misma ilusión, esperó todo un año.
Al año siguiente, cuando llegó la primavera, otra helada consumió la esperanza de vida, pero Anselmo, armado con toda la paciencia del mundo aguardo la cosecha siguiente. Ya no vivía es su casa, pasaba las noches a la intemperie, entre los almendros y el zorro.
Después de seis años y a pesar del afán en cuidar hasta el más mínimo detalle, ninguno de ellos había dado almendra alguna. Aquellos cincuenta árboles tan solo eran la cima que coronaba aquella quimera de un futuro que nunca llegó a desflorar.
Ahora Anselmo miraba su cosecha vacía con los ojos húmedos y cenicientos, el pelo escarchado y las manos mustias. Ya no le quedaba paciencia, ya no le quedaba nada. Dedicó un sin fin de maldiciones a ese puñado de árboles, de los cuales nunca surgió el preciado néctar del sol, ni la savia que fluye en el hielo.
El Zorro, que ya no era un cachorro, también aulló y el eco del monte se mofó de ellos esparciendo sus desdichas por el aire en un vaivén de susurros.
Cansado y humillado, Anselmo tomó su tractor y uno por uno los fue arrancando. Las raíces salían con la misma facilidad con la que habían penetrado en el suelo, dejando un agujero baldío. Uno de los almendros mostraba síntomas de querer reyerta al intentar arrancarlo, Anselmo tuvo que dar gas al máximo, retroceder y avanzar, pero el árbol se mantuvo impasible. En un último intento, Anselmo volvió a dar gas y el tractor empujó con fuerza hasta que una de las gradas emitió un grito ahogado y se retorció. El tractor se impulsó con agresividad hacia adelante y Anselmo estuvo a punto de salir despedido. Será mejor que luego me encargue de este, pensó, y siguió con el resto.

Cuando terminó, la tierra parecía haber sido victima de un bombardeo, menos el único almendro que había sobrevivido a la masacre. Se mantenía impasible, retador. Anselmo, con el cuerpo sudoroso y casi exhausto, fue directamente al corral donde guardaba el hacha. Situándose frente al árbol comenzó a estudiarlo, calculaba el punto exacto donde debería dar el golpe de gracia. Su padre siempre le había insistido que para cortar un árbol había que golpearlo en el centro del tronco, un golpe seco para abrir camino, el resto era un juego de niños. Levantó el hacha y entonces fue cuando ocurrió…

…Hacía tan solo un momento que había amanecido, del cielo empezaba a desteñir las figuras rosáceas del alba, extendiéndose como un océano el cerúleo de sus formas. Los pájaros iniciaron su cantó revoloteando por los confines del mundo y las montañas seguían serpenteando en el horizonte dándole forma al paisaje.
Se había quedado sin fuerzas, estaba débil y el brazo izquierdo se le había dormido. En su pecho la presión era cada vez mayor. Igual que mi padre, pensó, entones comprendió que iba a morir.
Tendido en el suelo con el aire llegándole en pequeñas bocanadas pausadas, Anselmo sintió la respiración del zorro sobre su rostro, la brisa que descendía del monte. Escuchó el correr del arrollo golpeando sobre las rocas, las hojas esparcidas por el suelo, la risa del almendro por su victoria. Vio los verdes ojos de Mariela pestañear entre los pinos, a un halcón planeando con elegante silencio y también la vio, pudo ver como de una de las ramas del almendro brotaba una pequeña cápsula aterciopelada con gotas de escarcha. Su padre tenía razón, tenia razón en todo. Cerró los ojos y tras soltar la última bocanada de aire no pudo evitar sonreír.

1 comentario en «HIJO DE LA TIERRA»

Deja un comentario