La sangre salpicaba la moqueta en guirnaldas de cobre líquido. Gines Martínez estaba de pie ante el cadáver con las manos en los bolsillos de su gabán. «El Gramola» siempre le pareció un lugar demasiado elitista para él. Había pasado por su puerta un sin fin de veces y siempre que algún camarada le invitaba a pasar y tomar una copa ,él se había negado en rotundo. Su carácter huraño y malhumorado le había llevado a la cima del éxito profesional y a una vida privada totalmente aislada del mundo real. Pero ahora estaba allí y lo último que le importaba era lo que los demás pensaran de él. Además, su instinto le indicaba que estaba delante de un caso bastante importante.
A sus sesenta años, se sabía licenciado en varios aspectos de la vida. Pero su gran logro había sido, durante más de cuarenta años, convertirse en un policía experto en psicología criminal. Todo crimen, según su experiencia, venía precedido por un complejo entramado de maquinaciones mentales, capaz de darle a un individuo el valor suficiente para matar. Es por eso, que más que la escena del crimen, se ha de estudiar los acontecimientos que han llevado a esa persona a delinquir. Allí se encontraba la clave para descifrar todo un misterio.
Lo que primero le llamó la atención, fue la forma en la que estaba distribuido el cadáver. El hombre se hallaba apoyado en la barra totalmente desnudo y con una especie de flecha clavada en el pecho.
Esto es obra de alguien muy meticuloso, pensó, no se ha ensañado con el cadáver y eso solo puede significar que el asesino no es una persona pasional, más bien es un tipo frío y calculador. Según el testimonio del camarero, la victima había estado tan solo cinco minutos a solas, lo que me lleva a pensar que el asesino tenía todo muy bien calculado.
Se acercó al cadáver y pudo observar algo en el costado. Era una especie de inscripción hecha con sangre. Tomo una muestra para el laboratorio y fotografió el escrito. Este rezaba: “Cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra”. Nunca antes había leído una frase semejante.
Se miró el reloj, ya eran más de las once. Volvió a meterse las manos en los bolsillos del gabán y salió del bar.
Al pisar la callé recibió de lleno una gélida brisa. La ciudad empezaba a caer en el tedio de la noche. Gines, odiaba vivir en la ciudad, era demasiado ruidosa para el silencio que el necesitaba. Caminó unos metros con la mirada ausente y cabizbaja hasta que su ayudante le entregó una caja de cerillas que habían encontrado en la chaqueta del cadáver.
La estudió durante unos segundos hasta hallar un nombre y un número de teléfono.
Lo primero que he de hacer es descubrir la identidad del cadáver, pensó, y después creo que le haré una visita a la señora de las cerillas. Una tal Julia Reís.
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Jhonny Bourbon había pasado toda la noche pensando en el significado de aquella frase: “Nadie es una isla, completo en sí mismo” pero por mucho que se esforzara no conseguía averiguar su significado.
Eran las doce de la mañana y se encontraba ante la Mansión de los Buendía.
La mansión languidecía en una extensa finca a las afueras de la ciudad. En realidad, era una vieja masia de la época señorial, totalmente restaurada hace unos años. En la fachada se podrían apreciar viejos grabados contractando con unos colores demasiado modernos.
Jhonny Bourbon empujó la verja de la entrada y caminó por un sendero repleto de hojas secas que emitían un pequeño chasquido al ser golpeada por sus zapatos. Al llegar a la puerta principal, llamó al timbre e inmediatamente la puerta se abrió descubriendo al mayordomo.
– Buenos días señor, ¿Qué se le ofrece?
– Hola, soy Jhonny Bourbon. Estoy citado con la señora Buendía.
– Si. La señora me avisó de que vendría. Siga usted ese camino que bordea la casa y llegue hasta las cuadras. En estos momentos la señora se encuentra allí.
Sin decir nada más cerró la puerta. Jhonny se encendió un cigarro y fue bordeando la casa hasta llegar a las cuadras. La señora Buendía se encontraba cepillando a un gran caballo de matices pardos. En su primer encuentro Jhonny no calló en la cuenta de fijarse demasiado en la figura de la dama. Pero hoy, con los pantalones de Hípica y una ajustada camiseta blanca, Jhonny no pudo evitar sentir un escalofrío eléctrico entre las piernas. Se fue acercando hasta llegar a su lado.
– ¡Vaya señor Bourbon, veo que es usted un hombre muy puntual!
– Mero protocolo Madame, en la vida privada suelo hacerme más de rogar.
– Está bien. ¿Le gustan los caballos, señor Bourbon?
– Solo las apuestas, el resto no me interesa.
– En ese caso le interesará este precioso ejemplar. La semana que viene debutará en las carreras y créame, tengo muchas esperanzas en él. Le agradecería que apagara ese cigarro inmediatamente. El humo estresa a los caballos.
– Lo siento señorita-tiró el cigarro al suelo y lo pisó ante la mirada de desprecio de la mujer- ¿Le gustaban los caballos a su marido?
– Por supuesto, era su gran pasión. Es una lástima que no pueda ver el debut de “Tornado”, le habría hecho mucha ilusión. Pero dejemos de hablar de caballos. ¿Quiere ver la escena del crimen?
Encerró al caballo en una de las cuadras y caminó hacia la casa. Jhonny le siguió, hipnotizado por el contoneo de sus caderas.
Entraron en una amplia habitación donde estanterías rebosantes de libros se expandían por todo el salón. Le llamó mucho la atención la forma de colocar los libros. En todas las lejas los libros descansaban formando una especie de escalera. Empezaba por un libro que ocupaba casi toda la altura de la leja y los siguientes iban disminuyendo el tamaño.
– Extraña manera de colocar los libros-dijo en un tono lánguido.
– Era una de las excéntricas costumbres de mi marido. Para él, una gran obra conlleva a una serie de derivaciones, es decir, alguien escribe un libro, un gran libro, sobre una temática determinada y años después, incluso siglos, otro escritor vuelve a escribir sobre el mismo tema fuertemente influenciado por la obra anterior. Y así sucesivamente. Es por eso que mi marido consideraba que la literatura es un conjunto de ramificaciones de una obra maestra. Ahí su forma de colocar los libros.
– ¡Interesante teoría! ¿Fue aquí donde encontraron su cuerpo?
– Si. Exactamente allí –Dijo señalando un viejo escritorio de roble- lo encontraron sentado en su silla con el cuerpo apoyado en la mesa.
– ¿Forzaron alguna puerta?
– No, ninguna puerta fue forzada. Tan solo uno de los cristales de la ventana estaba roto, como puede observar. Pero si se fija bien es imposible que alguien entre por ahí, la altura es de más de diez metros.
– Nada es imposible en esta vida-Jhonny se acercó a la ventana y estudió los bordes de la misma. En uno de ellos halló una especie de tela y sin que le viera, se lo metió en el bolsillo. – ¿Y el servicio?
– Está al fondo a la derecha.
– No me refiero a ese tipo de servicio, si no a la gente que trabaja aquí ¿Vieron algo?
– Lamentablemente no. A mi marido no le gustaba que la casa estuviera llena de sirvientes. Solo teníamos a Pablo. Venía al medio día con la comida preparaba y se marchaba. Por las noches mi marido y yo siempre salíamos a cenar fuera. En cuanto a la limpieza, una empresa especializada en la materia venia una vez por semana.
– Pues centrémoslos en el señor Pablo. ¿Vio o escuchó algo ese día?
– No, según la policía el asesinato se produjo a las diez de la noche y a esa hora solo estaba mi marido en casa.
– ¿Y el mayordomo?
– ¿Mayordomo? No teníamos mayordomo.
– Hoy al llegar, un señor me ha abierto la puerta.
– Usted se refiere al señor Rodríguez, mi nuevo asistente. Como ya le he dicho, era una costumbre de mi marido impedir tener siempre servicio en casa, pero eso ya pasó. A si que no se sorprenda si la próxima vez que venga se encuentra aquí con la casa llena de criados.
– Disculpe señorita ¿puede venir un segundo? – Era el mayordomo, la mujer se excusó y dejó al detective a solas en la habitación.
Lo primero que hizo fue abrir uno de los cajones del escritorio. En su interior había una petaca de plata que no dudó en echársela al bolsillo y una agenda de cuero. Se sentó sobre la silla y la estudio con detenimiento. En la lista de teléfonos había un nombre señalado, era de una mujer, una tal “Julia Reís”. Según la agenda, esa señorita había estado citada con el señor Buendía el mismo día que lo asesinaron a las nueve de la noche.
¿Quién sería esa tal Julia Reís?, pensó, tengo que averiguarlo.
Tomó nota de su teléfono y se apresuró a guardar la agenda en el cajón al oír los pasos de la señora Buendía. Sabía que sí se lo hubiera pedido, la señora Buendía hubiera estado encantada de mostrarle la agenda, pero había algo en ella que no le gustaba. No podía fiarse de nadie.
Al meter la agenda en el cajón, algo salio de su interior arrastrado por la brisa. Lo recogió con un movimiento felino y se lo guardo en uno de los bolsillos de su gabardina.
– Disculpe señor Bourbon, pero el nuevo mayordomo todavía es un poco inexperto y requiere de una serie de consejos.
– No se preocupe, creo que ya he visto bastante. Será mejor que me vaya.
– Está bien, salga por donde ha venido. ¿No se perderá verdad?
– Tranquila, sabré guiarme a la perfección. En cuento tenga alguna noticia nueva no dudaré en llamarla.
– Eso espero señor Bourbon. No me haga pensar que ha sido un error contratarle.
– Descuide.
Se marchó sin decir nada más, abrumado por aquella arrogancia y por el paraíso de sus carnes.
Una vez en la calle sacó del bolsillo el papel que había en la agenda y lo estudió. Era la invitación de una fiesta para esta noche. En el dorso de la invitación aparecía una interminable lista de invitados, pero de todos los nombres solo le llamó la atención uno, el de Julia Reís.