Era 3 de noviembre de 2007 y los acontecimientos que amenazaban con desencadenarse me convertían en una marioneta más de los avatares del destino. Eran las seis y cuarto, y un crepúsculo malva daba paso a la noche. La hojarasca cubría la ciudad en cien tonalidades de marrón mientras el viento brotaba con ellas en su juego infinito. Allí estaba yo, en el apartamento que la paga como exmilitar podía permitirme. Esa tarde Laura decidió ir a verme. Como cualquier pareja solíamos discutir pero esta vez iba a ser la ultima. Habia planeado dejarla y no porque ya no la amase, todo lo contrario, era el amor de mi vida pero tras leer el diagnóstico médico pensé que no quería que pasara por el trauma de ver como su novio superaba un tumor cerebral.
Ella me miraba atentamente, con sus ojos azules clavados en los míos. Las palabras, a cual más arrogantes y frías que salían de mí boca parecían dagas ardientes que se clavaban en su corazón, pero ella no sabia que yo también ardía por dentro. Cuando mi triste discurso empezó a causar los primeros efectos en ella, pude ver como el azul cerúleo de sus ojos se derramó sobre su rostro, dejando un plañido olor a ausencia. Se marchó y como dijo un poeta “dejó desierta cama, turbio espejo y corazón vacio”. Con un portazo dio fin a los años más maravillosos de mi vida.
En la carta del doctor se me indicaba que a la mañana siguiente debía ingresar en el hospital, donde previas pruebas pasaría al quirófano. La operación podía salir bien o mal, pero dadas las circunstancias era un hecho que me podía permitir. En la televisión no paraban de anunciar un nuevo programa llamado “Máxima audiencia”, no prestaba atención a si que la apagué. Dejé que el Blues inundara la habitación, envolviendo la afanosa soledad en la que me veía sumido. Las grandes ventanas de mi piso filtraban la luz cosmopolita de la ciudad acariciándome durante una milésima de segundo para luego perderse en la noche cerrada. Poco a poco me empecé a arrastrar hasta entrar en el mundo de los sueños rotos.