Esteban se encontraba en el estrado el día del juicio. Era un tipo joven, de unos treinta años, que se había dedicado a trabajar en pizzerías y en bares como camarero. Vestía una camisa blanca cuyo cuello dejaba entrever el abundante vello de su pecho, tenía dos botones desabrochados. Los pantalones no se podían ver porque la madera del estrado lo impedía.
El abogado, un tipo envuelto en un traje de chaqueta gris con corbata blanca, que debía de haberle costado un dineral, carraspeó. Acto seguido, sin necesidad de tomarse ningún tiempo en beber un sorbo de agua que le quitara el picor de garganta, empezó las preguntas:
—Tenemos constancia de que entregó al señor Alonso un currículum falso, en el que citaba su licenciatura en economía, titulación que no tiene –dijo mostrando un papel en el que rezaba el nombre del acusado y toda la trayectoria que, se suponía, había seguido a lo largo de su carrera profesional–. ¿Es cierto que solicitó trabajar en su empresa con este currículum?
—Sí, es cierto —confesó después de haber transcurrido un prolongado e incómodo silencio.
—¿Y es cierto también que había comentado al señor Alonso que era especialista en falsificar documentos? –fue la segunda pregunta del abogado, que la formuló mientras se cruzaba de brazos, como enseñando que tenía la situación perfectamente controlada.
—Sí, señor –volvió a confirmar, aunque enseguida se corrigió–: Pero no a mano, como están escritas las dos cartas de las cuales se me acusa.
Al cabo de unos minutos era Arnaldo quien se sentaba al estrado.
—¿Es cierto que falsificó en un instante su firma con su propio puño? —preguntaba el abogado.
—Sí. Aquí tengo la copia de la firma y la copia de la cinta de la cámara de seguridad de mi despacho. —Extrajo de su bolsillo un papel y una cinta de video y los entregó al abogado.
A través de la televisión los presentes pudieron observar perfectamente cómo Esteban estaba falsificando la firma delante de Arnaldo.
—Señor Esteban –decía ahora el abogado del acusado. Éste estaba de nuevo en el estrado–, facilítenos vuestro empleo.
—Soy músico –alegó–. No tengo estudios, pero me aceptaron en un grupo de rock porque vieron que tengo talento con la guitarra eléctrica. Gano una buena pasta con ellos. Tocamos en los bares y en los festivales de rock, y este verano tenemos prevista una gira para promocionar nuestro álbum. —Su abogado sonrió y le guiñó un ojo aprovechando un despiste del juez. Nadie en la sala se dio cuenta de la complicidad de ambos.
Las preguntas transcurrieron durante más o menos una hora, después de la cual el juez dijo que se verían al cabo de una semana. Eduardo, que estaba sentado entre el resto de la gente, solo, sin ninguna otra compañía que las miradas de los de su alrededor, que igual podían expresar lástima que desprecio. Algunos no se fiaban de él, sabían que siempre había tenido muy mal carácter, y se escuchan tantas cosas en la calle, que llegan a sospechar hasta del que verdaderamente es más inocente. Se encontraba incómodo, así que deseó que terminara la situación. Cuando se reunió con su padre después de la sesión, una sonrisa de satisfacción escapó a su boca.
Mmmh, me perdí. ¿Eduardo era el padre o el hijo?
Muy interesante tu trabajo, te felicito. ESPERO POR MAS!
Te invito a pasarte por mi blog, un abrazo.
Javier Pelizzari
Eduardo es el hijo. Acuérdate de Edu, también lo llamo así muchas veces. Suena más a niño, ¿no? A ver si así te acuerdas mejor 🙂 El padre es Arnaldo.
Gracias por leerme. Espero que lo sigas hasta el final.
Un saludo
Hola, Javier. Muchas gracias por seguir la historia. En unas semanas habrás podido leer el final. Espero verte por allí entonces.
Enseguida me paso por tu blog 😉
Un abrazo