El hombre se encontraba de pie sobre las escaleras que conducían al bar. Las perlas de sudor en la frente descendían por su rostro. Los nervios se acumulaban en su puño, apretado bajo el gabán. Fue bajando los peldaños con gran lentitud, como si al final de las escaleras le esperara una muerte segura.
Nunca antes había estado en un lugar como ese. Con tanto estilo y sin el típico olor a cantina que desprendían los bares que acostumbraba a frecuentar. Pero había quedado con “El Turco” y al Turco le gustan los bares elegantes que derraman elitismo.
Con la misma pasividad con la que había bajado las escaleras, colgó el sobrero y el gabán en una de las perchas y se sentó junto a la barra.
No sé que pedir, pensó, Podría sumergirme por los mares del cocktail o declinarme por un buen vino. Pediré una cerveza, la cerveza siempre es buena elección y al Turco le gusta mucho. Sí al Turco le gusta la cerveza, será buena idea pedir una, o mejor pediré dos, no creo que tarde mucho en venir y le gustará ver que le he pedido una. ¿Y sí se retrasa y se calienta? Es verdad, pediré una solo.
El camarero acudió con la cerveza. Comenzó a beber mientras miraba distraído a un horizonte inexistente. En la pared colgaban imitaciones de Monet y en la moqueta se difuminaban los motivos orientales en una mezcolanza de colores. La luz era escasa, calculada al milímetro y en la maquina de discos sonaba un viejo Jazz. Por primera vez en todo el día empezó a relajarse. La cerveza desdecía por su garganta arrastrando los nervios acumulados y se encendió un cigarro. Se había prometido dejarlo sí lo de la otra noche hubiera salido bien, pero no fue así y seguía fumando. Las volutas de su cigarro se esparcían por la penumbra del lugar. Había poca gente, la justa, el ambiente se simplificaba al camarero, unos ejecutivos que bebían en silencio y el hombre que fumaba esperando al Turco.
Pasó media hora y todo seguía estando igual, tan solo la presencia de una joven pareció alterar el ambiente. Se sentó junto al hombre solitario y le sonrió. Vestía un ceñido vestido de licra de un color difícilmente de clasificar. Los cabellos descansaban despreocupados sobre unos hombros medio desnudos y sus ojos miraban hacía un próspero futuro en el mundo de la moda. No era guapa, pero un toque de malicia en los ojos, lo ajustado de su vestido y su forma de beber Martini, la hacían muy sensual.
El hombre la miró, podría haberle hablado, pero no lo hizo. A sus cuarenta y cinco años todavía era atractivo y tras haber lidiado en los más inusuales lechos, sabía con total certeza que una sonrisa calculada y unos movimientos sincronizados, le permitirían gozar de los más preciados néctares de la vida. Pero el había venido a otra cosa, estaba esperando al Turco.
¿Por qué me miras?-pensó- ¿qué quieres de mí?, no eres muy guapa, pero se nota que siempre has conseguido todo lo que has querido. ¿Qué Pretendes? ¿Qué derroche un poco de mi encanto para acabar acostados en una pensión y vuelva a lucir la sonrisa del que hace un buen trabajó? ¿Y luego qué? Me perderé por las fronteras dejando una cama vacía, un corazón roto y el doloroso recuerdo congelado en el alma. ¡Si encanto! porque aunque aparente ser un tipo duro, en el fondo soy un puto sentimental. Y tú despertarás, volverás a lucir tu vestido de licra mirándote al espejo, comprobando que todo está igual que antes y saldrás a la calle a recorrer las aceras de un mundo que piensas que tú dominas. No, está vez no jugaré tus cartas, tampoco las mías. Este juego es del Turco nena, y es él quien pone las reglas, el que decide quién juega. Pero el Turco todavía no ha venido, cuando se retrasa es porque algo va mal. Sé que le fallé la otra noche, pero no tuve más remedio, ¡Por Dios! Sólo era una niña, ¿qué podría haber hecho yo?
El camarero le sirvió otra cerveza, pero esta vez no estaba tranquilo. Volvía a ser preso de la ansiedad, esa que comenzó en el mismo momento que el Turco le llamó por teléfono.
Era una mañana cualquiera de un día cualquiera. Se levantó como siempre metiéndose en la ducha. Después tomo el café con tostadas mientras miraba las apuestas de caballos. El número cinco había vuelto a perder y con él los cien pavos que había apostado. Entonces sonó el teléfono y desde ese instante el día se convirtió en una especie de susurro, en un torbellino de dudas donde la salida no era más que una constante espera, espera hasta las seis de la tarde, hora en la que el Turco le había citado en “La Gramola” un bar de la calle 13.
En la llamada, el Turco parecía tranquilo, pero él siempre era así. Podría haber huido, perderse por los arrabales del mundo, adoptar una nueva identidad. Pero ¿De qué serviría? El hombre sabía perfectamente que el Turco nunca falla, no le gusta dejar flecos sueltos y siempre le encontraría por mucho que huyera.
Volvió a encenderse otro cigarro. La Joven ya estaba tomando el quinto Martini y seguía lanzándole miradas furtivas. Hasta que se levantó, le entregó una caja de cerillas y se marchó contorneando 57 kilos de lujuria y un eterno olor a ausencia. El hombre miró las cerillas y en ellas había un número de teléfono y un nombre “Julia Reís”. Pero el siempre la recordaría como Julia, la chica que bebía Martinis y jugaba a ser mujer.
Mientras bebía, pudo observarse en el espejo que había tras la barra. Tenía ojeras y el sudor volvía a correr por su rostro.
¿En qué te has convertido?-Se dijo- tú antes no eras así, antes eras elegante, tenías más estilo. Acabas de dejar escapar a una belleza y sudas como un cerdo. ¿Qué coño te pasa? Tú antes no eras así, mereces todo lo que quiera hacerte el Turco, porque le has fallado y a él no le gusta que le fallen. Has sido el mejor durante treinta años, nunca has cometido un error. Y ahora, ahora que pintas canas y gozas de experiencia, ¿te atreves a permitirte un mínimo de misericordia y no cumplir con tu encargo? ¿Es qué no recuerdas todo lo que el Turco hizo por ti? Él te lo enseñó todo, te dio un trabajo, una oportunidad de ser alguien en la vida, pero no, tú has preferido ser un mierda y no respetar todo aquello en lo que siempre has creído. Me has fallado tío y ahora estas con el agua hasta el cuello y tu nunca fuiste un gran nadador. Aunque quizás tengas suerte y el Turco no se halla enterado de tu error, quizás quiera pedirte otro encargo. Pero de todas formas, esa carga es algo que siempre vas a llevar y sí hoy no caes, caerás mañana o pasado mañana, el caso es que al final caerás.
Había pasado más de una hora desde que entrara en el bar y el Turco seguía sin venir. Empezó a recordar cuando tenía 13 años y se ganaba la vida robando carteras. Su padre le abandonó cuando tenía cinco años y a su madre un brote de cólera se la llevó para siempre. Estaba solo y la ciudad no era más que un mundo demasiado grande como para intentar conquistarlo. Un día en el que las calles estaban abarrotadas, consiguió un verdadero botín, y fue allí donde conoció la ambición. Había conseguido dinero suficiente como para sobrevivir un mes entero, pero quería más. Entonces observó a un hombre que vestía un traje de Franela negro salpicado en hebras blancas. Caminaba despistado y cada cinco pasos alguien se le acercaba y le besaba en la mano. Él comprendió que de mayor quería ser uno de esos tipos que no pasan hambre, que cada día estrenan zapatos nuevos y que la ciudad era un sitio demasiado pequeño para un mundo con demasiadas oportunidades. Lo primero que tenía que hacer era robarle la cartera a ese hombre. Sí lo conseguía podría presumir de ser más listo que él y sería una señal de que el mundo le depara grandes proyectos. Se fue acercando al tipo por detrás. Había robado muchas carteras y sabía como hacerlo perfectamente. Fue un tirón rápido, casi inexistente. Sí no fuera porque tenía la cartera en su mano, él mismo hubiera pensado que jamás había hecho ese movimiento. Después se marchó con una gran sonrisa en su juvenil rostro, con la sensación de haber triunfado y con la idea de que su vida pronto cambiaría. Se detuvo en le primer callejón que vio y abrió la cartera para contar el botín. Entonces una gran sombra se posó frente a él. Levantó la vista con cuidado y comprendió que su plan había fracasado. Delante de él estaba el tipo al que le acababa de robar la cartera.
─ Eres rápido chico, pero te diré una cosa. En esta vida no basta con ser rápido, has de ser el más rápido de todos, si no, siempre habrá alguien que te alcance y el mundo nunca será tuyo. Hoy has tenido mala suerte, te debería pegar un tiro por lo que has hecho, pero me caes bien. Como te he perdonado la vida, ahora me debes un favor. No te pediré dinero, el dinero no paga ciertas cosas, lo que te pediré es que trabajes para mí. Piénsatelo bien chico, pues en el momento que empieces ya no podrás parar. Serás mío para siempre.
Él muchacho aceptó y ese fue el día en que conoció al Turco.
Ahora el bar estaba completamente vacío y el camarero le sirvió la quinta cerveza. Nunca le gustó beber solo, al igual que no le gustaba esperar. El Turco estaba tardando demasiado y eso solo podría significar una cosa, el hombre lo sabía. Fue entonces cuando realmente comenzó a ponerse nervioso. Ni la cerveza, ni el Jazz, ni el hecho de que pronto todo acabaría, conseguían arrebatarle la ansiedad.
¿Porqué lo hice?-Pensó- era algo muy sencillo, tan sencillo que ya era algo monótono en mi vida. No era distinto a las otras veces, ¿o sí? No lo sé, el caso es que lo hice y ahora el Turco pedirá explicaciones. ¡Ojalá nunca me hubiera pedido ese encargó! ¡Ojalá lo hubiera hecho bien! ¡Ojalá! que el Turco venga pronto, no puedo esperar más. En treinta años no he fallado ni un encargo, ¿Por qué ahora? ¿Es una señal de que estoy acabado? ¿A caso nunca he servido para esto? No, siempre he sido bueno, fue la otra noche cuando no lo fui y ahora estoy así. Espero que venga pronto, pero el Turco no ha venido todavía y tu sabes porqué se retrasa. Es imposible que no se halla enterado, pues él siempre se entera de todo. ¿Por qué se retrasa tanto? Déjate de preguntarte eso, ya vendrá cuando tenga que venir, tú sigue bebiendo y espera, tu misión ahora es esperar. ¿Y si no viene nunca? No seas idiota, va a venir y lo sabes, el Turco nunca falta a una cita. Esperar, eso es lo único que tienes que hacer.
Pegó otro trago y se encendió un cigarro. El sudor casi le empapaba la ropa.
– ¿Se encuentra bien? – Preguntó el camarero.
– Si, no se preocupe.
El camarero, sin decir nada más, se perdió por el almacén. La puerta principal de la calle se abrió, penetrando en el interior los últimos rayos de sol de la tarde.
A los cinco minutos el camarero regresó del almacén y al llegar a la barra soltó un fuerte grito. El hombre que había en la barra estaba muerto.