(El ahora huérfano de madre se abrazó a su amiga y derramó las lágrimas más amargas y angustiosas que hubiera llorado en toda su vida.)
Esa misma noche, Edu no podía dormir y se dispuso a buscar entre los papeles de su madre el libro que estaba escribiendo. Su madre era tradicional y no le gustaba escribir a ordenador, por lo que la única copia de su obra era el manuscrito que conservaba.
Al leer el principio del libro, notó algo raro en la letra, y al cabo de escasos minutos recordó que había leído una nota de suicidio escrita por su madre. La busco y releyó su contenido examinando el tipo de escritura. Se dio cuenta enseguida de que la nota no la había escrito ella. Continuó buscando entre las cosas de su madre y encontró la carta que había recibido esa mañana. Con los tres manuscritos, citó al inspector a que viniera a su casa para hablarle de su descubrimiento.
—Si observa esta curva en la escritura de mi madre y observa las otras dos notas —indicaba el muchacho al tipo que ya había llegado y estaba sentado a su lado—, se dará cuenta de que no está. Eso quiere decir que no fue ella quien escribió la nota de suicidio, sino el tal Míchel Páez, que fue quien envió la carta a mi dirección. Deduzco que fue él quien se hizo pasar por mi madre —concluyó Eduardo.
—Tienes razón, chico —reconoció el hombre—. No sabíamos de la existencia de esta carta. ¿Dónde la guardaba?
—En un lugar secreto que creía que era desconocido a todo el mundo, pero que yo, en cambio, que sí la había visto alguna vez utilizarlo, sí conocía.
—¿Me puedo quedar con los tres manuscritos para examinarlos a fondo? —fue la pregunta que siguió a esa revelación.
—Claro —respondió, sin pensarlo, el muchacho. Estaba claro que quería conocer la verdad. Estaba seguro de que su madre no se había suicidado. No tenía motivos. Dicho esto, terminó de hablar diciendo—: Si no ha sido un suicidio, quiero que pillen a ese asesino.
—Lo intentaremos, muchacho —dijo el policía, que, después de haberse levantado para irse, dio un golpecito en el brazo de Edu, en señal de amistad. Se volvió para irse, pues lo que tenía que hablar ya estaba hablado, pero pareció acordarse de algo—. Por cierto, hemos llamado a tu padre, y el juez ha determinado que tendrás que irte a vivir con él hasta que cumplas la mayoría de edad.
La noticia, de manera más o menos notoria, sorprendió al muchacho. Pero éste se limitó a no expresar demasiadas emociones, así que habló de modo indiferente.
—Gracias por avisar —dijo, y mientras acompañaba al hombre a la puerta, terminó de hablar—. Haré las maletas y me pondré en contacto con él. Mamá no sabía que yo mantenía contacto con él desde que se divorciaron. Me dijo que no mencionara nunca su nombre, que le hizo mucho daño durante el final de su matrimonio. Él le pegaba a veces.
—¿Dices que tu padre maltrataba a tu madre?
—Sí. Recuerdo un par de ocasiones.
—Pues eso lo convierte también en otro sospechoso, después de ese tal Míchel.
Eduardo hizo un gesto de asentimiento, pero no sonrió, no dedicó el menor gesto a su interlocutor, y ni siquiera parpadeó.
El inspector se fue y el chico hizo directamente las maletas. Enseguida se puso en contacto con su padre. Realmente le alegraba poder irse a vivir con él, aunque la reciente y repentina muerte de su madre no lo dejaba despejar la mente.
Se sentó en el sofá y miró por la ventana. El cielo estaba totalmente despejado, ni una sola nube se apreciaba desde el ángulo en que estaba mirando. Quizá le viniera bien dar un paseo.
Pero la intención sólo se quedó en el propósito.