Para protegerse de imposibles venganzas, el sultán de Dalhi acrecentó sus fuerzas de vigilancia. Sin embargo, el número de guardias era siempre insuficiente porque los delitos, inexistentes, se multiplicaban. Cada día que pasaba, el sultán parecía más consumido por el afán de contar con mayor seguridad.
Una tarde vieron al soberano subir a la azotea del palacio y decir entre suspiros: “Mi corazón está ahora satisfecho y mi ánimo tranquilo”.
Conozco pocos retratos tan perfectos del poder.
Tanto el la India que observó Battuta como en la Francia de Fouché o en las repúblicas de regidas por infinitos tiranos, el castigo se erige en una necesidad, aunque no exista la culpa. Para que el poder sea real, es preciso que sea demostrado. Siempre habrá guardias dispuestos a leer pensamientos de rebelión o a prevenir crímenes que acaso nunca se cometan, sólo para advertir que allí están, y que deben ser temidos.
Toda infracción a la justicia engendra códigos, leyes y normas. Cuanto más imperfecta es una sociedad, tantos más guardias hay en ellas para vigilar que esos preceptos se cumplan. Pero sucede a veces que el poder es aún más imperfecto que la sociedad, y que los guardias lo sirven sólo para garantizar la injusticia.
La ley ya no es entonces un recurso de la sabiduría sino de la presión, y quienes hablan en nombre de la ley no son los más ecuánimes sino los más fuertes.
Al sultán de Ibn Battuta lo suprimió (casi metafóricamente) la peste negra. Pero los guardias sobrevivieron, y durante largos años erraron por los desiertos en busca de otros sultanes que les permitieran salir a la caza de culpables inexistentes.
Los siglos no han borrado aún esa simiente de la tierra. Algunos de sus espantosos herederos se asoman de vez en cuando aquí o allá, para celebrar esas alquimias nocturnas que trocan a los inocentes en culpables.
Tomás Eloy Martinez.