Laura lloraba. Lloraba desconsolada bajo la brisa invernal. Arropada por un pequeño camisón de finas costuras que dejaban entrever sus carnes, se mantuvo firme y sin moverse sobre la lapida. El epitafio se había desgastado con los años y una capa de musgo devoraba la piedra. Comenzó a llover y Laura sintió como se le clavaban en el alma todas las barbaries del hombre, una punzada que la dejaba sin aliento y le obligaba a tenderse sobre el suelo hecha un ovillo. En esos momentos su pálida piel adquiría matices violáceos y sus cabellos bañados en un rubio angelical decaían al blanco. Se alejó de la tumba caminando entre hojarascas hasta que llegó al panteón de su familia y buscó el espejo. No había reflejo en él. Lo peor de estar muerta es que nunca ves tu imagen en el espejo, pensó Laura, pues mi imagen pertenece ahora a los vivos.
«La vida es un combate que hay que convertir en fiesta.»
Emilio Berrearen (1855-1916), poeta belga.
tu trágica manera de escribir me asombra y me encanta, consigues en mi una sensacion que nunca antes habia sentido. sigue aprendiendo y sobre todo sigue sintiendolo tanto como hasta ahora.
un beso