El hilo se rompió y no pude hacer nada para atraparla. Se le escapó de las manos tan sólo cinco minutos después de lanzarla. Estaba llorando y yo no podía consolarle pues estaba demasiado ocupado en intentar atraparla. Volaba con ligereza, dejándose llevar por el viento. Desde su posición tenía una visión privilegiada de la ciudad, su lado más sucio, los tejados. Serían tejados corroídos con chimeneas semi paralelas cubiertas por el hollín. Plantaciones ilegales de hierba en suculentos terrados de alquitrán. Vería a las chicas tomar el sol, a los bohemios buscar la inspiración, a los amantes amándose, controlaría el tráfico desde allí arriba, se camuflaría entre las nubes, velaría por los pájaros, atravesaría parques y bulevares sin hacer ni un solo semáforo. Recorrería la ciudad empujada por el viento como un velero surca los mares del sur. Su dirección era un misterio, con sus cambios, sus subidas y bajadas. La estaba siguiendo con la mirada, corría tras ella, pero entre ambos había diez metros de diferencia. Sus colores refractaban la luz del sol dando a la ciudad cien tonalidades distintas. En una ocasión se camufló entre una bandada de patos migratorios. Llevaba varios minutos corriendo tras ella y pude notar como el sudor formaba guirnaldas en mi espalda, que después descendían hacía abajo. Un pitido me hizo detenerme en seco, cruce sin mirar y un coche casi me arrolla. Mi corazón latía a gran velocidad. Ya no escuchaba los llantos de pablo, que seguramente seguiría llorando al lado del estanque, el lugar donde todo empezó. Siempre me había esforzado por ser un buen padre y lo que estaba haciendo ahora mismo lo demostraba, pero cada vez tenía más presente la derrota que se avecinaba. ¿Con qué cara regresaría si no consiguiera alcanzarla? Un pequeño brote de esperanza se apoderó de mí cuando la vi encallarse en un árbol, ya la tenía. Me acerqué a toda prisa pero el viento volvió a llevársela consigo. Se elevó dejando una atolondrada estela de hojas verdes. Esta vez subió y subió hasta que el sol me encandiló y la perdí de vista. Volví cabizbajo al parque, atravesando todas aquellas calles que durante mi persecución ni siquiera me había percatado de sus detalles. Me había alejado demasiado dejando a Pablo solo en el parque. Volví a correr, esta vez con la intención de llegar hasta el parque y abrazar fuertemente a Pablo. Intentando ser un buen padre había sido el peor padre del mundo, dejando a Pablo solo e indefenso. Corrí y corrí, esta vez con la mirada puesta al frente. Cuando llegué al parque, pablo estaba sentado a la orilla del lago. Sus lágrimas se derramaban sin consuelo por su rostro. Le abracé pero seguía llorando. Cogiéndole de la mano salimos del parque. No te preocupes hijo, le dije agachándome y mirándole a la cara, por el camino compraremos otra cometa. El niño se calmó y continuaron andando. A los cinco minutos volvió a llorar, el no quería otra cometa, él quería su cometa.