El viaje desde su casa hasta el hospital se le hizo, tanto a Johan como a su amiga, eterno, tanto como las clases de Literatura Universal a la que ambos asistían, aun siendo uno de letras y otra de ciencias sociales. El padre de Ana era un tipo que no parecía llevarse muy bien con la gente, al menos esa era la impresión que Johan siempre había tenido acerca de él. Pero, en cambio, ese día se ofreció más amable y accedió sin dudarlo un momento a llevar a los chicos al hospital.
Cuando llegaron a su destino, el coche se detuvo, salieron de él a toda prisa y se despidieron de Juan, el padre de Ana. Era casi tocayo de Johann, sólo que el nombre de éste sonaba más suave a los labios de todo el mundo. El coche aceleró poco a poco hasta tomar cierta velocidad, y desapareció por entre las calles mientras que los dos jóvenes entraban en el hospital dispuestos a preguntar por la madre del chico. Tras varios minutos, lo cual no solía ser normal, según recordaba Johann de cuando había tenido que ir por un tobillo roto, una mujer mayor, de unos cuarenta y tantos años, les atendió. Pocas preguntas bastaron para que la señora supiera por quién estaban preguntando y les indicara por dónde tenían que coger para llegar a la habitación en la que descansaba Marta.
La habitación 304 estaba al final del pasillo del piso tres, a mano derecha desde el ascensor. Tuvieron precaución al entrar, por si acaso la mujer estaba dormida. Empujaron suavemente la puerta y, tras acceder al interior de la habitación, vieron dos camas, una de las cuales estaba vacía y la otra la ocupaba Marta. Ambos se quedaron sorprendidos al ver el rostro de la mujer, con los dos ojos morados, el labio superior reventado y una raja en la mejilla izquierda. Varios moratones acompañaban su pálida piel, sobresaliendo un buen arañazo por encima del pijama del hospital, a la altura del hombro derecho. Johann estaba paralizado por la tremenda impresión que le había causado ver a su madre en tal situación, adormecida por el sedante que le habían proporcionado y que goteaba por el cablecito que llegaba hasta su muñeca derecha. Pero también formó parte de aquella impresión ver que su madre estaba acompañada por doña Salomé, ahora ya casi Salomé a secas, pues Marta ya no trabajaba para ella y Johann no se veía obligado a tratarla cortésmente. Salomé le sostenía la mano izquierda a la yacente, mostrando temor y preocupación al mismo tiempo en su cara. Miró a Johann e hizo una mueca que él no entendió muy bien.
–La encontré así en la calle –dijo Salomé casi soltando un sollozo–. Me disponía a entrar en el supermercado cuando oí a la gente hacer comentarios extraños. Me acerqué a ver qué pasaba, y me encontré con el percal. Tu madre estaba tirada en el suelo, con el rostro totalmente ensangrentado y gimiendo de dolor –entonces fue cuando la mujer soltó un sollozo y tuvo que soltar la mano de Marta para taparse la boca y echar mano de su pañuelo bordado para sonarse. Poco después, continuó diciendo: –No encontré el modo de transportarla hacia aquí, de modo que me vi obligada a llamar a la ambulancia. Traté de telefonear a tu casa, pero allí no había nadie.
Johann ya casi no la escuchaba, estaba más atento a la cara de su madre aturdida, no sabía si por los golpes que se suponía que había recibido, o por el sedante. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo para intentar hablar serenamente con Salomé.
–¿Sabes quién ha sido?
–No tengo ni idea… –la cara de la mujer era una pintura de los últimos días de Goya–. Sólo sé que estaba tirada en medio de la calle y que nadie hizo nada por apartarla al menos de la carretera. Menos mal que en ese momento no pasaba ningún coche. Nadie dijo que hubiese pasado alguno anteriormente, nadie dijo que la hubiesen atropellado. Sólo hablaban de un tipo que había venido y, de buenas a primeras, le había dado una paliza enorme, dejándola ahí tirada y largándose sin más, sin preocuparse de su estado. Claro, a un tipo así no se le ocurriría mirar a la cara a la víctima. Se acobardaría… –empezaba a dejar escapar fuertes insultos de su boca, sin saber siquiera a quién se dirigía.
Ana, por su parte, se sentía algo incómoda y decidió salir de la habitación un momento para telefonear a su casa y avisar a su padre de que Marta no parecía estar muy mal. La verdad es que no parecía estar mal, sino que se veía claramente que estaba adormecida y que en unos días irían cicatrizando las heridas. Tendría que esperar varias semanas para que los ojos dejaran de estar morados, pasaran por el típico color amarillento y volvieran finalmente a su normalidad. Tendría que esperar varios días también a que su boca empezase a cicatrizar.
Mientras Salomé conversaba con Johann acerca de diferentes temas, aunque todos, por muy poco que tuviesen que ver, terminaban tomando su camino por su propia cuenta hacia el tema de Marta, alguien llamó tras la puerta. Fueron sólo dos golpecitos, a los que siguió un leve movimiento de la puerta, detrás de la cual apareció la cabeza de Pedro. Pareció éste percatarse de que realmente había dado con la habitación que buscaba, y abrió la puerta completamente para entrar y dirigirse en pocos pasos hacia su esposa. No dejaba de murmurar entre sollozos mientras observaba a su mujer tendida en la cama con la mirada perdida. Se acercó lentamente para besarle la cara, pero se dio cuenta de que le dolería, así que le besó lo más suavemente que pudo en la frente. Los ojos de Marta se cerraron en muestras de placer, de alivio por haberse encontrado con su marido.
Pese a todo, Salomé, aunque era casi evidente que en la habitación se respiraba amor, se levantó de un salto y acusó a Pedro de falso.
–Fantasma, que eres un fantasma… –decía llorando mientras señalaba con el dedo índice al hombre–. Mira cómo lo disimula, ¡has sido tú, perro, cabrón!
Johann no sabía de qué lado ponerse. Realmente, su padre tenía momentos en los que le daba por gritar e incluso pegar puñetazos en las paredes de la casa. Más de una vez había empujado a Marta haciendo que ésta chocase contra la pared. Pero su hijo no le creía capaz de haber dado tal paliza a su madre. De modo que no encontró otra respuesta que decir:
–¡Basta! –los dos lo miraron con un mensaje en sus miradas. Lárgate de aquí, no debes estar aquí ahora mismo, sentía Johann que le decían las miradas de su padre y la mujer. El momento duró mil años, o eso le pareció al chico, quien, viendo que no iban a dejar de mirarle con esos rostros amenazantes, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación.
Se dio cuenta de una cosa: Ana no se encontraba esperando fuera en el pasillo, Ana no estaba esperando a que su visita terminase para acompañarle a la cafetería o a dar una vuelta para despejarse. Corrió por el pasillo, tropezando con un señor al que no conocía, pero que le echó unas miradas más asesinas aún que las que le acababan de echar en la habitación. No dijo nada, no pidió perdón ni se encaró con el hombre, sino que se echó a un lado y dejó que éste pasara, quedándose Johann quieto, mirando por un momento cómo entraba el hombre en la habitación que estaba justo al lado de la que ocupaba su madre. Se volvió a dar la vuelta y se dirigió con paso ligero hacia las escaleras. Llevaba lágrimas en los ojos y quería contenerlas, pero algunas hacían de las suyas y se escapaban de su presa, resbalándole lentamente por las mejillas, alterando su camino por el temblor causado en la cara del muchacho al dar rápidos pasos.
Llegó en un momento al ascensor, pulsó el botón y esperó impaciente que éste llegara a su piso. Se giró un momento para matar un poco el tiempo y se encontró con la mirada de Ana, que estaba sentada en el pequeño sofá que había enfrente del ascensor. Corrió hacia ella, y al mismo tiempo que ésta se levantaba, se le abrazó con fuerza, descargando todo un mar de lágrimas sobre su hombro. A Ana se le saltaron las lágrimas levemente, sin saber aún el porqué de tanto llanto. Se esperó lo peor, pero se limitó a decirle a Johann que se tranquilizase y a esperar a que éste obedeciera.