Johann estaba en clase, distraído por tantas cosas que se le pasaban a cada instante por la cabeza, pero a pesar de todo en clase de Filosofía. La señora Cúter, una viejecita que había estado estudiando durante toda su vida y ya no estudiaba más porque no tenía nada a lo que echar mano, estaba explicando las cuatro tesis que propusiera en su época Nietzsche para la filosofía del futuro. Al joven le gustaba tanto la asignatura como la forma de explicar de la profesora, así como también le comenzaba a gustar el pensamiento del alemán, lo que suele ser normal en los jóvenes que viven en una situación parecida a la que estaba viviendo él en aquellos momentos, pero a pesar de eso, no se sentía a gusto en absoluto ese día, y no sabía por qué. Bueno, sí, lo sé, decía, es por mamá, nunca ha estado tan extraña como lo está ahora, desde que le he preguntado lo del diario. Ana, una rubia platino que había entablado una gran amistad con Johann bastante tiempo atrás, contemplaba a su compañero en silencio, bien por respeto a la profesora y al resto de alumnos, bien porque estaba tratando de averiguar si había algo extraño en el rostro de Johann. Éste, insólito, sólo se percataba de que la gente estaba atendiendo a la profesora, e interpretaba la mirada de la compañera de su izquierda como que también ella estaba mirando hacia la señora Cúter. Ana siempre se sentaba con la espalda apoyada en la pared, lo que conllevaba obvia y obligatoriamente a tener que encontrarse con el perfil izquierdo del que estuviera sentado en la mesa de su derecha cada vez que dirigiera la mirada al docente que estuviese impartiendo la clase, pero como en ese momento estaban en clase de Filosofía y la señora Cúter era de las pocas profesoras que permitían que se sentara así, aprovechaba la ocasión. Qué le estará pasando por la cabeza a este niño, decía Ana para sí. No cesaba de mirarle, cada vez con el entrecejo más fruncido a causa de su intento por averiguar los pensamientos de Johann. Pese a todo, no lo consiguió, y tuvo que aprovechar el momento en que la profesora se volvía hacia la pizarra para escribir para preguntarle a su compañero:
–Johann, ¿qué te ocurre? Te veo demasiado serio.
–Estoy atendiendo –cortó secamente el chico.
–No lo parece, estás mirando más al vacío que a la Cúter –ambos podían oírse bien, pero la voz de Ana no podía dejarse escuchar por encima de la de la profesora, de modo que no tenía más remedio que hablar cada vez pronunciando más un ligero susurro que incluso se llegaba a mezclar con un jadeo.
En los ojos de Johann se notó que su amiga se había dado cuenta de que realmente le ocurría algo, así que no quiso someterse a más preguntas y acabó por abrir la boca y dejar escapar leves palabras que decía:
–Mi madre está cada vez más extraña… –muchos jóvenes dicen eso en algún momento de su etapa de adolescencia, pero éste no se refería a lo mismo que se refiere la mayoría. Casi todo el mundo se refiere a que su madre se porta cada vez más como si fueran unos niños, a que no les trata como deberían tratarles. Pero Johann se refería al estado de ánimo de la mujer tras haberse enterado de que su hijo había leído el diario que guardaba bajo el sofá. También la habían despedido ese día del trabajo, así que no necesariamente tenía que estar triste por lo del diario. Posiblemente, éste no tuviese nada que ver con su madre. Algo así rondaba por la cabeza de Johann, quien continuó diciéndole a su amiga, tras haberle visto la cara de extrañez: –me parece que he hecho algo que ella no sabía que iba a hacer, y está triste. Además, la han despedido del trabajo –sus pensamientos salieron por su boca igual que los había recogido en su mente segundos antes, dejando esto último más asombrada a su amiga que por el primer motivo que había dado.
–¿Despedido? ¿La han despedido?
–No puedo hablar más, Ana, espera a que salgamos de clase –Johann se esforzaba por no hacerse oír en la clase, pero su voz siempre había sonado en esos momentos demasiado alta.
–Venga, hombre, que me vas a dejar con las ganas de saberlo. Cuéntame.
–Pues… –harto, el chico empezó a hablar lentamente, intentando ocultar su voz, pero la señora Cúter cortó la conversación dando un manotazo entre ambos alumnos, en la mesa, llamándoles la atención para que se callaran. Se callaron. Cuando la profesora se ponía en esa actitud, mejor era no hacer lo que uno quería, mejor era obedecer, porque podía terminar mal aquel que algo hiciera.
Cuando la clase hubo acabado y el horario de instituto llegaba a su fin, el joven muchacho ya se dirigía a su casa con paso lento. ¿Para qué ir aprisa? La distancia que había desde el instituto a su casa no requería tal esfuerzo, así que siempre iba tranquilo, a no ser que le cogiera un día de lluvia, de esos que uno no puede dar un paso porque te salpica agua por todas partes cada vez que pisas en el suelo, pero que no te puedes quedar parado bajo el paraguas porque te mojas igualmente. Ese día era soleado, bastante para el tiempo en el que estaban. Era finales de febrero, y no era momento para tal calor y tal bochorno de sol, pero así estaba el tiempo, y no se podía remediar. A Johann le daba coraje verse bajo un fuerte rayo de sol como el que incidía directamente sobre él cada vez que pasaba a su derecha cada edificio, dejando éstos paso a la intensa luz solar. Iba solo, nadie lo acompañaba, ni Ana, pues ésta vivía justamente en dirección contraria. Pensaba para sí mismo acerca de lo que le había contado a su amiga, pero estaba más preocupado por la situación emocional de su madre, a la que esa mañana no había visto desayunando sentada a la esquina de la cocina, como siempre estaba cuando él se levantaba, con los codos apoyados en la pequeña mesa que había en la misma y en cuyo espacio tenían que apañarse los tres a la hora del almuerzo; la hora de la cena, en cambio, era más cómoda, pues los tres disponían de una mesa aún mayor, tampoco en grandes cantidades, pero sí más cómoda: la del salón.
Como siempre, diez pasos antes de llegar a la puerta de su casa, teniendo que atravesar para ello el enorme patio que tenían, a pesar del poco dinero que ganaban sus padres, sacó las llaves. Era tan grande el patio y tan cara la casa porque la habían heredado de no sabía quién el chico, pero en tal caso, era suya, y era hermosa y espaciosa, suficiente para haber tenido más de un hermano o tener una novia con quien compartir una habitación más grande, hecha tirando el fino muro que separaba la suya con la sala de estar. Al menos, se decía a sí mismo siempre que pensaba en la disposición de las habitaciones y en el poco personal que habitaba en la casa para llenar tantos metros cuadrados, tengo espacio suficiente para estudiar y dedicarme a mis cosas sin que mis padres me molesten. Los diez pasos acabaron por dar turno a sus pies a pisar la alfombra de bienvenida para alzar la llave de la puerta principal. La abrió y entró en el pequeño hall, que realmente sí era pequeño en contraposición con las grandes extensiones del salón. Cerró el portón tras de sí y saludó con un “ya estoy en casa”, el típico del marido que llega de trabajar con ganas de ver a su mujer y enviar su boca directamente a la de su esposa y chocar con ella provocando un placer intenso para todos los que se aman, un beso. Pero nadie contestó. Quizá no se hayan enterado, pensó Johann. Con frecuencia, el chico llegaba del instituto y si no se acercaba a la cocina para saludar a su madre, ésta no se enteraba de que había llegado; más de una vez llegaron las tres y media de la tarde y, aunque sabía que su hijo salía de clase a las dos y media, la mujer no había puesto el almuerzo encima de la mesa, pues sólo lo ponía para su hijo, con su marido almorzaba más tarde, cuando éste llegaba del trabajo allá por las cuatro. Se habrá entretenido un poco, pensaba Marta cuando estaba ya lista la comida, pero cuando echaba mano del teléfono móvil para llamarle, veía que le colgaba y que Johann aparecía por el umbral de la puerta del pasillo que daba a los dormitorios. Se dirigió, pues, a la cocina, pero no escuchaba ruido alguno de la olla exprés ni de ningún artilugio más de cocina. Efectivamente, no había nadie, lo que llegó a extrañarle, pero pensó: estará, quizá, buscando trabajo, aunque me extraña a esta hora. Miró la mesa donde siempre estaba su teléfono móvil y fue otra vez más: el móvil estaba sobre ella. No habrá ido muy lejos, pensó Johann.
Dispuesto a esperar a que su madre regresara, el chico se quiso relajar un rato antes de volver al estudio del pensamiento nietzscheano que tenía que repasar una vez explicado en la clase de Filosofía. Pese a todo, era buen alumno. Tranquilamente cogió el mando a distancia, encendió la televisión y, cuando vio que aparecía en ella el medio cuerpo típico de los presentadores del telediario, se dirigió hacia el sofá. Se sentó para relajarse definitivamente y ver cómo había retrocedido el mundo mediante las noticias. Algo notó bajo él. Algo que nunca antes había notado tan repentinamente. El sofá estaba cojo…