Normalmente, a Pedro no le gustaba despertarse de un agradable sueño, cuanto menos que le despertasen de aquella manera. Marta había levantado la persiana, dejando pasar la intensa luz del sol, y se encontraba cruzada de brazos ante su marido. Éste la miró con cara de querer estrangularla, hizo una mueca y se levantó de un salto.
–¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Es que eres tonta? –se había colocado directamente delante de su esposa y la estaba acorralando, mientras ella trataba de no dejarse llevar y de impedir que la atrapara en la esquina de la habitación, pero tropezó con la silla donde había varios pantalones y una camisa apoyados, y resbaló, teniéndose que apoyar definitivamente en la pared, temiendo que su marido le fuera a hacer daño. Pedro estaba furioso. A él nunca le había gustado que hiciesen ruido cuando dormía la siesta o que su hijo, recién nacido, llorara a media noche, despertándole de súbito y desvelándole ya durante toda la noche.
Mientras el hombre lanzaba groseros insultos y amenazas a la presa que tenía en la esquina del dormitorio, se dispuso a levantar el brazo derecho con la mano bien abierta para descargarle una buena bofetada que, sin duda, la dejaría tirada por los suelos lamentando haber llegado así y haberle despertado. Pero cuando Pedro estaba a punto de bajar con fuerza la mano y azotar sin piedad a su mujer, ésta retomó la misma fuerza que había sentido cuando entró en la casa y vio que su marido aún estaba dormido y no había ido al trabajo, y le lanzó violentamente de un empujón. El que la noche anterior anduviera borracho y sin rumbo cayó en la cama, rebotando varias veces antes de volver a levantarse, esta vez con más ahínco para contraatacar. A pesar de todo, Marta, que no era una mujer de grandes proporciones, sino que era más bien delgada y aparentemente débil, tenía fuerzas cuando la situación lo requería, y ese momento, sin duda, era uno de los que requería el uso de su rabia y de su fortaleza. Con todo, no pudo resistir el contraataque de su marido, que se lanzó contra ella de un salto sin que ésta siquiera lo esperase y la levantó cogida por los brazos para tirarla en la cama. De su boca brotó un grito, no tanto de dolor, sino de miedo, y cayó igual que había caído el otro antes, con una diferencia: esta vez llevaba incluido el peso del cuerpo de Pedro, robusto, que se había lanzado encima en cuanto ella había caído en el colchón. Le sostuvo las manos con las piernas y le dio dos bofetadas que resonaron como dos latigazos.
–¡No vuelvas a hacerme eso! ¿Te enteras? –la había inmovilizado completamente ahora con las manos cogiendo el cuello. Marta hizo un esfuerzo por respirar, pero a sus pulmones llegaba poco oxígeno.
–¡Suéltame, que me vas a ahogar! –gritaba la que iba a ser víctima en breves momentos si no se la dejaba en libertad. Pero la respuesta del agresor fue todo lo contrario, apretó más aún su cuello, viendo la cara de agonizante que dejaba ella.
Le faltaba la respiración, no podía defenderse y veía la cara de su marido mirándola con expresión de placer por verla retorcerse para soltarse. Se sentía cada vez más débil y notaba que empezaba a notar un enorme mareo, cuando Pedro hizo un movimiento brusco con sus manos para romperle el cuello. Cuando éste crujió, Marta se dio cuenta de que acababa de abrir la puerta y de que la casa estaba oscura. Vaya, pensó, ¿me he quedado aquí parada? Cerró la puerta y se dirigió al sofá. Se sentó y fue entonces cuando se dio cuenta de que su marido estaba durmiendo en la habitación. Se sintió aterrorizada. ¿Y si iba a despertarle para que se fuera al trabajo y le hacía lo mismo que había visto hacía un momento?
Sin más, continuó sentada en el sofá. Decidió encender la televisión, pero cuando se levantó para coger el mando a distancia sintió el impulso de dirigirse a la pata del sofá que estaba sostenida por el diario. Sin siquiera pensar nada acerca de ello, se agachó, levantó un poco el sofá y cogió el diario. Después, dejó con cuidado el sofá de nuevo con la pata apoyada en el suelo y se sentó.
Abrió el libro y comenzó a leer desde el principio. Diez minutos le bastaron para empezar a venirle a la mente imágenes de la pobre Amanda viendo cómo su padre violaba a su madre y esperando aterrorizada que le llegara su turno. Después se imaginó la situación de los golpes, en la que la niña lloraba mientras trataba de escapar de los golpes que estaba a punto de recibir. Uno de ellos, en cambio, le dio directamente en la nariz y de ésta brotó un abundante chorro de sangre.
Marta estaba relajada físicamente, pero su mente estaba sufriendo de imaginarse tales actos y tales efectos que produjo en la niña. No esperaba que en cualquier momento se fuera a encontrar con ruido alguno, pero se dio cuenta de que Pedro se había levantado y se dirigía al salón rascándose los ojos. Entonces se sobresaltó y empezó a temblar. Antes de que su marido llegara, intentó colocar de nuevo el diario en el sofá. A pesar de todo, y aunque Johann había visto que la cojera del sofá era bastante pronunciada, el diario no era tan grueso, por lo que había que fijarse bien para percatarse de que realmente había algo equilibrando la altura del sofá. Logró meter el diario por debajo de la pata coja, pero, pese a todo, no consiguió colocarlo de tal manera que no se viera a primera vista, como había estado hasta ahora.
Pedro llegó al salón, descalzo y con el rostro descompuesto por la resaca, y miró lo que tenía delante. Marta disimulaba, como si estuviese buscando un pendiente que se le había caído, pero estaba, aunque con expresión inocente, a cuatro patas en el suelo. Su marido avanzó con paso decidido…