Hacia el mediodía del 26 de abril de 1943, Marek Edelman vio por fin un cráter de luz cenicienta: como el espectro de una luz que no quería desvanecerse.
En el cuerpo de Marek brotaban también temblores desconocidos. Desde hacía tres meses aguardaba el momento de morir.
Y sin embargo, la vida. Cuanto más se acercaban sus verdugos, más se negaba Marek a aceptarlos mansamente, a consentir su impunidad, a tolerar sin resistencia el paso de la fuerza. Luego de combatir, se había arrastrado durante más de treinta horas a través de las alcantarillas de Varsovia, burlando las trampas de acero y apartando, cuando nadie lo veía, las piedras que tapiaban las rejas de la calle. Se negaba a desfallecer y a desencantarse.
En ese entonces, tenía 21 años y desde hacía dos sobrevivía tras los muros con que los nazis habían cercado las 420 hectáreas del ghetto judío, en Varsovia. Marek ya estaba acostumbrado a ver salir las caravanas de vecinos hacia los campos de exterminio: más de 300 mil en veinte meses.
Marek había afrontado la muerte de su padre y de dos hermanos durante una epidemia de tifus. A su madre la habían abatido cuando se asomó a una ventana y la balearon aquellos qe se entretenían tirando porque sí al blanco. Ahora él estaba solo, y era uno de los 200 hombres que disponían de un arma en el ghetto.
El 19 de abril, cuando los nazis entraron a sangre y fuego, Marek consiguió matar a un oficial. Después vino el incendio, la destrucción casa por casa, la fuga a través de las letrinas cegadas por los despojos.
(Continuará).