Fué una cosa esta que a todos aquellas gentes puso en pasmo y angustia y luto, e hinchó de amargura y dolor, y de aquí a que se acabe el mundo, o ellos del todo se acaben, no dejarán de lamentar (Fray Bartolomé de las Casas. Brevísima relación de la destrucción de las Indias)
Era tan extraño volver a estar con él…
La primera duda del reencuentro llegó con el simple trámite del saludo. Lo hemos visto llegar, aparcar en la vereda y andar tambaleante y serio por el camino embarrado. De inmediato, un silencio vergonzoso, inevitable, ha trepado por la pared, nos ha paralizado las manos y nos ha reunido en torno a la puerta refugiados por la sombra segura y baja del porche.
Entonces ha llegado Elena. Quizá debería hablar de su arrojo, de su capacidad servicial, de su sacrificio, pero tan sólo diré que atravesó nuestra barrera muda a empellones, abriéndose paso entre mi hombro y la mole inerte de Julián, dispuesta a acabar con el silencio incómodo y justo a tiempo para simular algo parecido a la normalidad. Y lo logró. Nuestro visitante aún no había alcanzado la verja cuando lo recibió una animosidad que no dudo franca, aunque resultara excesiva en mitad de tanto parpadeo nervioso, de tanto titubeo mudo. Vestigios al fin y al cabo de aquella complicidad que al parecer conservaban. Nada que reprochar, sin embargo. De hecho Paul ha parecido reconfortado aunque inseguro, con el paso lento y la sonrisa helada y expectante de quien se siente bañado en ojos, presente en mentes, esperado en manos. Ha avanzado entonces decidido, escuchando alguna frase a la que no podía responder, preparándose para el encuentro. Éste, sin embargo, ha llegado sin aspavientos ni artificios. Nadie ha sido capaz de soltar palabra, porque ¿qué decir?, así que el trámite ha pasado con un par de palmetas asépticas y el roce en busca del reconocimiento fraternal, ansiando muescas de calor, algo que desdijera que el tiempo de ayer hoy ya ha pasado.
-Paul, pasa, siéntate. Recién habíamos comenzado. Julián acaba de llegar- ha dicho Elena con la voz tomada.
Por respuesta ha recibido una mirada acuosa, el acto reflejo de mover los labios y otra vez el mismo paso inseguro de camino al sofá. Julián ha apagado la música, analgésico del silencio, y nos hemos decidido a hablar. Elena ha tirado de todos, intentando abrirnos paso en la maleza incómoda que te inmoviliza cuando en el recuerdo no quedan más que flores muertas. “Te veo muy bien, de verdad”, le ha dicho. “Quizá algo más arrugado, como todos; ya sabes, por aquello de la edad. Fíjate los figurines en qué quedaron”, y todos, con él, hemos esbozado una sonrisa. Demasiado artificial, sin embargo, demasiado encajonado para poder fluir en paz.
Incluso nuestra situación, los lugares que ocupábamos, se debían al minucioso estudio que pretendía evitar cualquier recuerdo del peyote. En nuestra locura, Julián y yo hemos arrancado las hiedras, movidos los potos, ocultado geranios, pelado la casa de cualquier recuerdo vegetal, como si la visión del verde pesara más que la carne muerta tras los dientes. Nada que recordara a aquella tarde. Por supuesto no el lugar, ni la gente. Paula nos ha venido bien para romper el hielo y como figurante, como alteración del orden. Todo aquel esmero nos pareció entonces efectivo, porque en las muecas mudas de Paul se leyó placidez y no desasosiego, no una sombra metálica y cortante torturándole la sien.
Era necesario. El tiempo había pasado, quizá no lo suficiente, pero sí demasiado, y era una última oportunidad de retar al recuerdo y quizá desdramatizar, tal vez arreglar o al menos cerrar la puerta girando el pomo, evitando así el estruendo infinito del desastre.
En aquel entonces éramos jóvenes, pero no inconscientes. De aquella Paul se pudrió en silencio, Julián dejó de ser el mismo y yo paladeé, una y otra vez, como un destello cortante, lo qué pasó aquella tarde. Los recuerdos son sangre, gritos y luz. También voces rumiantes, ruidos secos y gritos desflorando la calma. Recuerdo algún olor pestilente, palabras borboteando en la boca y los cuerpos pasmados en corro.
Fíjense que empezamos tranquilos, hastiados de advertencias, sin especiales alardes, diría incluso que con cierta desgana. Estábamos ante la presencia rotunda del ABUELO simulando cierta tranquilidad socarrona, ese deje suficiente que los chicos utilizan para los casos de pavor. Las bromas se servían de lo insustancial a la vez que todo pasaba y Julián seguía en silencio. Entre nosotros reinaba la confianza franca que asienta el tiempo, así que aquella tarde era igual que cualquier otra. Al menos Paul seguía con su charla dicharachera, contagiante, buscando mi complicidad de lugarteniente, de segundo en discordia. Aquellas veces en las que su voz buscaba la mía como un brazo apoyado en el hombro, el propósito no era más que reafirmarse en sus posturas, buscar el empuje callado de una sonrisa o proyectarse hacia fuera con la mordacidad blanda que cabe esperar cuando se está entre amigos. Al fin y al cabo, Julián seguía ausente, a lo suyo, y no pareciera importarle. “Te servirá el viejo, verás. Echarás toda esa mierda de silencio que tienes dentro”. Y Julián callaba, y a veces sonreía.
Entonces no sabíamos que era verdad, que echaríamos todo lo de adentro, pero tras la primera toma del líquido musgoso que Paul preparó con pose de alquimista inexperto, una oleada de cristales grumosos nos arañó la faringe. “Estaos tranquilos, es lo normal”. Y todos seguíamos vaciados de vómito, comenzando a sentir la impaciencia de lo extraño, la incógnita acelerada de ver que hay más allá de la puerta entreabierta, del dosel del armario, de la carta sellada. Julián parecía abstraído, con los ojos cerrados y el cuerpo como una peonza desbordada y frenética en su bamboleo de un lado a otro. Yo observaba entonces con ojos de plenitud, disfrutando de una lucidez que se me iba a empellones con cada sorbo a aquel kiwi espeso, con cada calada al cigarro que alternábamos entre toma y toma obviando al participante que parecía ya muy lejos.
Me preocupaba. Interrogaba con gestos a Paul acerca del otro, quien en realidad estaba ya absorto como un místico en una epifanía extasiada. Me decía que estuviera tranquilo, negando con un golpe de cabeza y sus manos machacando la hierba que aquello no fuese normal.
Así que aspiré reconfortado, apurando los resquicios del cigarro que casi me quemaba la mano y acallando la conciencia despierta con la nana sucia de la resignación.
Y entonces llegó lo oscuro. Una oscuridad vacía y espesa, como si alrededor tan sólo hubiera oleadas de fango, como si la verdad estuviera bañada y hundida en esa misma irrealidad, como meter la cabeza en un tonel de bruto. Flotábamos en la atmósfera de lo absurdo, donde no importara el camino, sino la meta. Era la tabula rasa absoluta, el previo a la eclosión primera, la muerte del ego, la pretensión de Pármenides. No cabía el tiempo, ni el Peyote.
“¡¡Paul!!” Un último azote en la realidad agrietada me hizo saltar como un resorte. Pero Paul no estaba allí. O sí estaba, pero no. Fíjense que aún habiendo palabreado antes de la disociación del sujeto, de la separación cuerpo/alma, aquel día costó tenerlo delante, porque la palabra no es más que la casaca de lo real, que la pintura del bisonte en la seguridad de la cueva, lejos del ruido y las patas golpeando en la tierra. Los rostros se deformaban entonces como la lluvia en la ventana cayendo gota por gota hasta confundirse en un charco de colores, incluso de olores, porque los sentidos eran entonces sólo uno, una armonía confusa que nos llenaba de vida.
Pero llegaron las voces. Carecía de sentido buscar la explicación convincente, el recurso de la racionalidad, así que sólo hice y dejé hacer, observando expectante como Julián se levantaba con mueca extrañada y distante, buscando con la guía de sus manos la presencia de Paul o lo que quedaba de él, de aquella mancha de mil colores que pareciera recostada y exhausta. Dejar hacer. De nuevo las voces. “Y halláronle con sorpresa en aquella estancia…” Ingravidez, el suelo abriéndose en los pies y un último esfuerzo por alargar la mano. “…Y como quiera que nadie podiesse explicar porque hubiere tomado aquel tal disposición, siendo de tan natural nobleza y afeto a la servidumbre…” Paul, sonriente y exhausto. Pocos metros. Sentir la conciencia adormecida, bañada en sopor. Sentirla adormecida. Sentir. “Todos ovieron gran silencio, y el cristiano, sabedor de la ofensa, dispuso lo acordado en la plaza..” ¡Paul! !!Paul!! La llama, el hierro. “…Que aquel que pugnara la voluntad del puro no oviera más oportunidad de palabra ni quiebra de mansedumbre”. Gritos. Gritos. Gritos. No. “Así todo, los ojos calmos de la cihualt siguieron con pesar el rastro de quien padeció captiverio y penalidades sin haber misericordia en el que impuso el fuego” La carne. Quemada.
Entonces comprender que el silencio no arregla nada, que tan sólo es la espera del sonido que está por llegar, no la muerte de éste. Saber entonces que el hierro candente aplicado en los labios y la lengua, cercenando la voz, no acaba con ésta, sino que la disfraza de gestos haciéndola disimulada y angustiante en un intento de salir hacia fuera, de acabar con la melodía de toses y miradas que ahora reina en la habitación. Vivir en el tiempo cíclico, entrar en la puerta que resume lo pasado y lo presente como salas contiguas, sufrir la vida de otros y dejarse llevar por el peyote.
Desde luego no lo conseguimos, y quizá lo esperaba. Podría haber sido de cualquier modo: la visión de un cuchillo como aquel que le sesgó la voz y le chamuscó la vida; quizá alguna acusación, alguna pregunta, un silencio tan incómodo como ésos que nos venían amenazando desde el principio de la charla.
Todo era una pretensión tan absurda que en ella tan sólo cabía la sospecha, la constante pregunta de qué pasó, mientras hablábamos –o casi- de algunas cuestiones anestésicas. Y sin embargo, saber la respuesta no era el consuelo, sino el castigo. Recordar a Julián empuñando el cuchillo no ha sido un buen trago, sobre todo cuando se ha levantado lloriqueando con el calor aún entre los dedos y el olor a carne muerta hurgándole en la memoria. Fijénse qué trago para Elena, sobre todo cuando Paul, con buen criterio, ha mirada circunspecto, se ha levantado decidido y se ha encaminado a la puerta ante el silencio de ambos y los ecos del llanto de Julián llegando desde lejos, desde alguna habitación de la vergüenza.
Y sin embargo, recordar mi mano quemando la hoja en alguna de las velas, llevando el cuchillo ardiente a la mano de Julián perdido entre las voces y el rencor y pretender olvidarlo, ha sido sencillo. Tan fácil como escuchar los pasos dudosos de Paul de camino a la vereda, como ver la cara de Elena refugiada entre sus manos, tapando la mirada de “cihualt” dolorida. La misma mirada del pasado de vuelta al presente. No ha sido buena idea, pero al menos la puerta se cerró por dentro. Nadie más entrará a molestarnos.
Quizá debería ir con Julián…