Un leve sonido, casi un sollozo, desluce la tarde. Sucede que el niño acaba de recibir una pedrada en la frente y que la sangre se le desliza caliente y abundante entre el entrecejo, formando un meandro que le empapa la camisa. Por cada inspiración que le sacude el pecho, el gesto se le contrae, y haciendo muecas acompaña al ritmo agitado de sus pulmones con arduos esfuerzos por contener el llanto.
-¡Niños, no molestéis! ¡Iros a casa!.
Una voz cercana suena disgustada y alerta, porque el zumbido de las piedras y sus impactos inmediatos comienzan a incomodar a los vecinos, quienes temen que, en vez de las papeleras o algún otro chaval, sean las ventanas comunales sus próximas víctimas. Nadie, sin embargo, hace caso a la voz. Los niños, que vagan a esas horas como una cuadrilla impune con el poder entre las manos y la claridad clavándoseles en los ojos, no parecen dispuestos a abandonar aún el juego. Se mueven sigilosos y divertidos, con una mueca tan angelical que parece convertir los pedruscos en melcochas dulces, en uno de esas negras chucherías de carbón que sus padres, no sin sorna, colocan para asustarles allá por el día de Reyes. Cuando eso sucede, en un solo momento a la mueca infantil de sorpresa le sigue la de satisfacción, porque tras una cortina, en otra habitación, de la mano de papá, aparece el caudal abundante que esperaban, toda una carta ambiciosa rellena de pilas y tornillos al más puro gusto del consumidor. Les inunda el rostro entonces una sonrisa plena, feliz, catecumenal, limpia, parecida en exceso a la misma que tienen mientras se arrastran encogidos -en hileras de dos y tres- de un refugio a otro, a salvo del fuego cruzado que arrecia entre las trincheras.
Aprenden los niños, ahora, fructíferas enseñanzas: la importancia de lo grupal, la agilidad, la capacidad de anticipación, la rapidez, lo necesario de poseer un refugio, un lugar donde acudir cuando las cosas vienen mal dadas. Ejercitan también sus incipientes físicos cargando con su pedregoso arsenal, ejercitando el tren superior, forzando el inferior para acelerar la carrera, mostrándose como prodigios de la flexibilidad. Ensanchan pulmones, mejoran su circulación. Exceptuando al peligro, todo son ventajas.
Mañana, cuando el gris anodino entre por los ventanales de la clase y todos repitan a coro la cantinela del profesor, alguno se concederá la licencia muda de recordar las pasadas andanzas: cómo abrasaba el sol vigoroso de las cuatro, los vericuetos del parque, la habilidad de quienes ganaron y la frustración risible de los perdedores. Quizás, si la ocasión lo permite y el profesor no anda alerta, alguien arrugará un papel -seguramente un vencedor viviendo aún de la renta- y lo lanzará de inmediato a alguno de los otros, que deben pagar ahora las culpas por su torpeza, por andar con el bando equivocado. Es el precio debido, la más pura normalidad en ese remanso de paz que nada tiene que ver con la imbricada maldad de los mayores.
Pero eso será mañana, y hoy el niño sigue con la sangre chorreándole, formándole una mancha roja y reseca como un inmenso goterón de témpera estropeando su uniforme de tweed.
Ni siquiera siente dolor, porque la cabeza, que no parece particularmente afectada, le palpita al ritmo que le marcan el temor, la vergüenza, la impotencia y cierto nerviosismo que le sacude un poco la pierna, agitándola levemente como el viento a una varilla fina.
El niño no sabe si salir de su refugio -que no es más que un recodo de la cascada del parque-, porque no quiere enfrentarse con lo que vendrá después. Piensa que cuando el sol le cruce la frente y le escueza la herida, nada bueno le esperará. Un par de vecinos asustados correrán a trote lento hacia él, preocupados por el reguero que le atraviesa las cejas. Ellos le preguntarán, pugnando por atribuirse la beneficencia, por protagonizar el acto heroico de llevar al niño con su mamá, acerca de su dirección, de su nombre, de su número, de todo aquello cuestionable en una situación como aquella. Él, que no anda para grandes soliloquios, dirá alguna cosa casi en un gemido, y entonces puede ser que arrecien las lágrimas. Así que es preferible no salir, esperar a que pase el tiempo –pero ¿cuánto tiempo?- y volver entonces a casa. Sólo ha sido una pedrada, pero es suficiente para que se replantee la situación, para que repase mentalmente lo ocurrido una y otra vez buscando una justificación, alguna muestra de heroicidad por su parte, algo que no sea la verdad de que ha ido a esconderse a la cueva.
-Venga, nos vamos. No, no, te digo que tenemos que irnos ya.
Una voz se le cuela entre las ramas y los cartones que ha ido amontonado en la entrada del refugio. Le resulta familiar, aunque todas las voces maternales lo son, todas tienen un deje de calidez y amparo. Parece que aquel a quien reclaman se resiste a marcharse, porque a alguna queja gutural, ininteligible, le sigue la insistencia de la madre comprando la voluntad del pequeño con pasteles, juguetes, dibujos o vaya a saber qué. Pasan ahora delante de la cueva, y el niño ve, casi por un resquicio, la figura de una pierna infantil repleta de barro, rasgada por dos o tres arañazos, resultado de arrastrarse entre las piedritas punzantes que salpican el albero. Es poco bagaje para lo encarnizado de la lucha. Él, de todos modos, ha visto poco, porque el zumbido llegó pronto, y para cuando oyó alguna risotada y un grito que pudiera ser de burla o de satisfacción, ya corría angustiado hacia el refugio deseando borrarse del mapa, con el estómago mandándole oleadas furiosas hasta la garganta y el corazón palpitándole enfervorecido. Sea como fuere, lo poco que sabe le reafirma en su voluntad de permanecer oculto, de que nadie conozca su oprobio, de que no lo conviertan en objeto de la humillación.
Sucede sin embargo que su situación es transitoria, y que debe, antes o después, salir de allí, volver a casa y dejarse ver, afrontar lo que venga con resignación. No tardará en hacerlo, porque mamá puede impacientarse, porque le dejó clara la hora, porque papá vuelve de trabajar y tiene que verlo, porque ellos no tienen culpa de nada y pueden asustarse si no vuelve pronto.
Los sonidos cesan. Ahora el parque está en calma, y de la guerra sólo quedan residuos: los matojos alterados, las barricadas inútiles e improvisadas a cada lado de la calle, algún tirachinas perdido o una bolsa con gomitas multiformes caída en el fragor de la batalla. El tiempo pasa. Mientras se debate entre la ira y la inquietud, entre desear que no hubiera pasado y lamentarse por haber ido a jugar, entre maldecir a sus acompañantes y envidiar a los vencedores, está dispuesto por fin a poner a un pie en la salida, a escuchar ya la caída sorda del cartón y el crujir de las ramas cuando las empuje con su pierna delgada de varilla, dispuesto a abrir la verja acartonada que le llevará a la perdición.
Antes de salir se permite un segundo de obnubilación, de no pensar en nada. Como quiera que no tiene referencias, que papá y mamá están lejos, que tiene que decidir por sí mismo, se siente extraño. Surca con los dedos la tierra que se amontona en el suelo y lanza ojeadas desde allí hasta afuera, desde afuera hasta la tierra que ha marcado con sus uñas de rastrillo. Una mirada y otra, siempre en la misma dirección. Repite el procedimiento un par de veces más y al fin se pone en pie. Con gesto autómata se sacude el pantalón, porque imagina a mamá furiosa por haber manchado ese beige impoluto, olvidando ya al arrebol corinto que se le seca en el centro de la camisa.
Apenas sale, el sol, de blanco disfraz, no le sorprende, porque estuvo oculto más tiempo del que creía. Ya la herida no le escuece, pero esperando la presencia de algún enemigo carroñero que se regocije ante él, ve venir a la mujer desde el otro lado de la plaza, justo al lado de la verja. Ha soltado alertada las bolsas de plástico en mitad de la acera, despreocupada de su contenido, realmente asustada por la imagen de un pequeño repleto de barro, de ropas rasgadas, manchado de sangre, pálido e inmóvil como una estatua de sal.
El niño comprende entonces, repitiendo la mueca, con los ojos entrecerrados, apretándolos fuerte como queriendo desaparecer, lo que es el odio, ese cosquilleo punzante que se le clava en el pecho y le trepa por la garganta. Observa a la mujer, mira a su alrededor y se mira a sí mismo, con la voz tomada y el puño entrecerrado. Es el mismo puño apretado que avecinaba el inicio del llanto caprichoso, la llamada de atención a los padres, el paso anterior a solucionar un problema menor dentro de una existencia de obsequios y parabienes, pero hoy es un puño distinto. Ahora, clavándose las uñas en la mano cerrada, haciéndose daño, el niño comprende, con la mujer cerca de él y el odio agolpado en la sien, que ha dejado para siempre de ser un niño.