Tenía diecisiete años. Estaba sentada cerca de uno de los pocos taburetes que había libre en la barra de aquel bar. Era morena, tenía ojos azules y brillaban como perlas sus dientes al sonreír. Una copa de Martini rojo reposaba en su mano izquierda y pasaba de vez en cuando a su derecha, tambaleándose así el líquido exquisito de su interior. Nadie le hablaba, estaba sola en aquel antro, y no debía, pues era menor de edad. Y además, era preciosa. Así que me decidí, yo, que estaba haciendo como el que veía jugar al billar con otra copa en la mano, sólo que la mía era de Jack Daniel’s, y me acerqué a ella, tambaleándome porque un chulo se me interpuso insultándome con tono desafiante, lo cual era normal en aquel garito. La gente se abarrotaba más a medida que yo iba avanzando. Parecía que estuviese metido en un tubo y sólo viera el objetivo: aquella morena que llevaba una minifalda y un escote abierto de par en par que dejaba entrever gran parte de sus pechos.
Entonces, como si algo me impidiera avanzar, como si alguien me estuviese agarrando el brazo con firmeza y estuviese tirando de mí, me detuve en seco. No anduve hacia adelante ni hacia atrás. Sólo me quedé quieto, pensando en algo que alguien muy sabio dijo, algo referido al amor y que tenía que ver directamente con lo que me estaba pasando. Entonces comprendí, muy a mi pesar, que aquella chica me haría hacer el ridículo al acercarme e invitarla a una copa. Me miré a mí mismo como si estuviese junto a ella declarándome y, entonces, vi que mi belleza no llegaba ni a esos tacones de aguja que ella llevaba. Arrepentido de haberme lanzado, recogí la caña y volví a mi sitio.
“El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos”.
William Shakespeare (1564–1616, dramaturgo inglés).
muy bueno…
Me quito el sombrero, viva los bares y sus historias. Para no variar, nos vemos en los bares.